La crisis de Estado y el estado de la economía
Una tormenta casi perfecta descarga con furia sobre la política española. La crisis del Estado ha dado un salto de vértigo esta semana con el cuestionamiento por una Audiencia territorial alemana del más alto Tribunal español, el Supremo, no sólo en la persona de Pablo Llarena, el magistrado instructor de la causa contra Puigdemont y el resto de encausados; institucionalmente, también de la sala que ha validado las decisiones, especialmente los encarcelamientos del primero. Y, por descontado, de la Fiscalía General del Estado, impulsora inicial del proceso. Una crisis interna de legitimidad institucional de alto voltaje combinada con la máxima visibilidad internacional.
Otro frente. El partido del Gobierno deshilachándose en una continua cadena de escándalos de corrupción. Un PP bendecido por Bruselas, Berlín y los mercados por aplicar sus recetas, y que a trompicones logró escapar del sino que condenaba a la derrota electoral los gobiernos euroausteros, paga con retraso, y con agravante moral, la factura. Anda en caída libre en las encuestas.
El último episodio de supuesto abuso de poder en la persona de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes.
Por cierto, de pasada: pese a su autoproclamada condición de faro autonómico de la estabilidad y la solvencia española, nadie parece estar alarmado por los potenciales efectos negativos de empalmar ya tres presidencias –la de la Cifuentes, la de su encarcelado predecesor Ignacio González y la de la consternada Esperanza Aguirre– afectadas por casos de corrupción y mal gobierno.
A lo mejor resulta que sus gobiernos no pintan nada y el verdadero poder de la capital reside en las instituciones del Estado. Y por eso pueden seguir bajando impuestos aunque sus gestores se dediquen a fabricar certificados con efecto retroactivo. Pero no se trata sólo de esto. El proyecto de Presupuestos Generales del Estado para este 2018, presentados ya con retraso, tienen escasa viabilidad política. Su tramitación seguirá hasta finales de junio, momento en el que si el Gobierno tuviera mayoría parlamentaria deberían ser aprobados. Pero tampoco tal cosa parece posible. El PNV ha condicionado hasta ahora su imprescindible respaldo al levantamiento del 155 en Catalunya, pero habrá que ver si eso será suficiente después de que Europa haya dejado en la cuneta las acusaciones de rebelión que Llarena y el Supremo continuarán propugnando. Incluso forzando a la canciller Angela Merkel a elegir entre Mariano Rajoy y la estructura federal de su país, con resultado harto previsible.
El gran lastre de las finanzas públicas españolas, la deuda, sigue manteniendo su descomunal tonelaje. Prácticamente el 98,3% del Producto Interior Bruto (PIB), lo que la economía produce en un año, apenas se ha reducido desde el inicio de la recuperación, en el 2014, cuando su peso era del 100,4%. Mientras, en Frankfurt ya andan pensando cuándo subir los tipos de interés.
Paradójicamente, pese a tal panorama, la economía parece no darse por enterada. Antes al contrario, sigue recibiendo parabienes. El último, la largamente esperada subida de la calificación de la deuda por parte de la agencia Standard and Poor’s, mejora aplazada el pasado año y certificada hace dos semanas con el argumento, precisamente, de que las tensiones por la cuestión catalana han tenido un “efecto limitado”. Tan solo falta Moody’s, que probablemente lo hará la próxima semana, para que las cuatro agencias que utiliza el BCE como referentes para adquirir deuda del Estado hayan emitido su favorable diagnóstico.
Otro tanto con la prima de riesgo (sobrecoste de tipo de interés de la deuda española respecto a la alemana, considerada la referente), en niveles por debajo de los mínimos de antes de la crisis griega del 2010. Un indicador de la tranquilidad de los inversores, aunque en este caso gracias a la benéfica intervención del banco central de la eurozona, que mantiene aún su política de compras.
Más. Tanto el Gobierno español como los principales organismos económicos internacionales han revisado al alza las perspectivas de crecimiento, que se mantienen por encima de la mayoría de los países de la eurozona.
En lo que se refiere al apetito de los inversores exteriores, el mejor indicador es el precio de los activos inmobiliarios. En marcado ascenso y aunque lejos aún de los niveles de la última burbuja, revelador de que algunos ya han olvidado las lecciones del pasado más reciente.
Toca pues considerar, no es la primera ocasión, que la relación entre la política y la economía no es mecánica. La española está en una fase alcista tras la profunda caída de la gran recesión, y está además dopada por los bajos tipos de interés del BCE y en un contexto mundial de crecimiento, con enormes bolsas de capital buscando desesperadamente destinos rentables. Añádase la correspondiente dosis de reacción exagerada de los mercados, siempre más euforia o más depresión de la que corresponde en función de la situación real y tendremos buena parte de la explicación sobre la tranquilidad económica en momentos tan revueltos. Pero, sin duda, nada pasa en balde.
Esta semana, la crisis de Estado ha dado un salto de vértigo; la economía no se da por enterada