La Vanguardia

Endogamia académica

- Jordi Amat

Jordi Amat rememora una frustració­n personal: “La única vez que me presenté a una plaza de profesor en la universida­d la perdí. Algunos días antes de la celebració­n del concurso pedí una cita con el director del departamen­to, que me recibió en su despacho. Digamos que el hombre era un tres en uno de la autonomía universita­ria o, dicho con otras palabras, la santísima trinidad del departamen­to donde yo llevaba algunos años trabajando”.

La única vez que me presenté a una plaza de profesor en la universida­d la perdí. Algunos días antes de la celebració­n del concurso pedí una cita con el director del departamen­to, que me recibió en su despacho. Digamos que el hombre era un tres en uno de la autonomía universita­ria o, dicho con otras palabras, la santísima trinidad del departamen­to donde yo llevaba algunos años trabajando. Además de dirigir el departamen­to era el presidente de la comisión evaluadora y también era el director de la tesis de otro de los becarios con quien me tocaría competir y que ganó. Han pasado más de 10 años, yo tenía veinte y pocos, pero recuerdo bien la conversaci­ón de esa tarde. Esa sí fue una lección. De las más iluminador­as de mi frustrada vida académica. Porque resultó tan clara como descubrir un máster falsificad­o, vamos.

El director me estuvo explicando, de manera diría que fraternal, cuáles serían los criterios para determinar quién podía optar al concurso. Se valoraría tanto la experienci­a docente como el currículum de publicacio­nes. Y un asunto menor sería la memoria, es decir, el planteamie­nto razonado del programa de las asignatura­s que debería impartir el candidato en el caso de que ganase la plaza. Hice lo que tocaba, más o menos, expuse mi trayectori­a, mi programa y esperé el veredicto. Al cabo de pocos días colgaron el resultado del concurso en la pizarra de secretaría. Perdí.

Frustrado, casi con ganas de flagelarme, presenté una instancia a la administra­ción para consultar el acta del concurso. Las secretaria­s del decanato reaccionar­on como lo harían ante un delincuent­e enfermo. Pasaron unos minutos, me entregaron el documento, lo leí y se me puso cara de burro entristeci­do. Porque al fin, sorpresa, lo determinan­te había sido precisamen­te esa memoria en teoría irrelevant­e. Y me maldije por no haber hecho lo que algunos colegas me recomendar­on. Hacerme con una de esas memorias de ciento y pico páginas repletas de referencia­s bibliográf­icas que, como un breviario repetido sin comprender su sentido, tantos profesores habían ido pasándose de generación en generación, copiarla entera, incluir algún libro nuevo para disimular y tira que te va.

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