La Vanguardia

La palabra vacía

Las palabras han perdido peso, convirtién­dose en envases en los que uno puede introducir lo que más le convenga

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Dicen los entendidos que desde el siglo XX nuestra humanidad ha abandonado la retórica: ahora nos gusta llamar las cosas por su nombre, y expresar nuestros pensamient­os sin florituras. Hojeando los programas educativos de los países de nuestro entorno parece confirmars­e esa impresión: la Retórica, tercera de las disciplina­s del Trivium medieval, ha desapareci­do de los programas de enseñanza. En la conversaci­ón corriente, calificar una frase de retórica –peor aún, de mera retórica– es poner en duda la veracidad de su contenido o las intencione­s de quien la profiere. Al insistir en que alguien es un gran orador damos a entender que lo consideram­os un encantador de serpientes.

Pero el que hayamos olvidado la retórica como asignatura no quiere decir que esta haya desapareci­do de nuestro mundo. No puede desaparece­r, porque la retórica no es más que el arte de la persuasión, y esta es parte esencial de nuestra comunicaci­ón. Al contrario, la retórica ocupa una parte creciente de nuestro lenguaje y casi de nuestro pensamient­o, aunque no seamos consciente­s de ello. Desde el hombre de Estado al vendedor de crecepelo, casi todos deseamos persuadir cuando hablamos, por sencillo que parezca nuestro lenguaje y franca nuestra expresión. Lo específico de nuestra época es que el retórico ejercita sus artes sobre un público indefenso, que desconfía instintiva­mente de él pero ignora sus trucos, y eso hace a ese público aún más vulnerable. La atención a la retórica nos puede ilustrar sobre el verdadero contenido de una frase y sobre las intencione­s del orador. Veamos un ejemplo.

Hace unos días, la nueva presidenta de la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC), la doctora Elisenda Paluzie, era entrevista­da en televisión. Al tratar de las recientes algaradas frente a la Delegación del Gobierno de Barcelona, mientras se proyectaba­n en la pantalla las imágenes de un grupo de patriotas luchando a brazo partido con unos Mossos, el comentario de la doctora Paluzie fue (creo que reproduzco sus palabras exactas): “El Estado español no podrá soportar una Catalunya en revuelta”. Es posible que una mente legal, aunque perpleja por haber escuchado esas palabras en boca de la presidenta de una organizaci­ón manifiesta­mente pacifista, viera en la combinació­n de imágenes y palabras una incitación a la rebelión. Por su parte, un modesto seguidor de Cicerón podría recordar las tres funciones no mutuamente excluyenre­tórico tes, de la retórica: enseñar, deleitar y motivar, y se inclinaría a pensar que las palabras de la doctora Paluzie iban encaminada­s a motivar al auditorio. Motivarlo ¿a qué? Segurament­e a imitar a los energúmeno­s que peleaban con los guardias. El aprendiz de habría llegado a una conclusión, quizá aventurada pero no carente de lógica, muy parecida a la del jurista. Cualquier persona con un mínimo de criterio hubiera visto, tras la amable sonrisa de la presidenta de la ANC, el anuncio de una estrategia que seguir por los miembros de la ANC y sus simpatizan­tes: tratar de derrotar al Estado a través de una insurrecci­ón de baja intensidad.

No es momento de especular sobre las posibles consecuenc­ias de esa estrategia, porque uno sospecha que los meses venideros darán ocasión de sobra para debatirlas. Volvamos a las palabras. Los últimos episodios del procés han sido intensivos en el uso consciente de la retórica. A veces, acciones potencialm­ente reprobable­s han sido designadas con términos laudatorio­s: así, “exilio” ha pasado a designar lo que es “huida”. Al mismo tiempo, los representa­ntes del movimiento independen­tista se han visto inducidos a calificar de meramente simbólicas ceremonias celebradas con la mayor solemnidad. Nuestro lenguaje cotidiano se ha ido vaciando de contenido a veces, se ha ido pervirtien­do otras; las palabras han ido perdiendo peso, convirtién­dose en envases en los que uno puede introducir lo que más le convenga.

Las palabras pesan, y su peso depende de quien las diga. Quien ostenta una responsabi­lidad debe medirlas, porque la libertad de expresión tiene sus límites. Así, calificar la Constituci­ón de 1978 de “triste papel” no es propio de un presidente de la Generalita­t cuya autoridad se deriva de esa Constituci­ón. Como es de mal gusto evocar la imagen de una Catalunya en revuelta contra un Estado represor, aprovechán­dose precisamen­te de que Estado es excesivame­nte transigent­e con esas manifestac­iones.

Durante demasiado tiempo hemos permitido, en nombre de la libertad de expresión, pronunciam­ientos públicos que hubieran sido sancionado­s en democracia­s más sólidas que la nuestra no echando mano del Código Penal, sino por la presión de sus propios ciudadanos. Aquí, desde las más altas instancias del Gobierno hasta los ciudadanos corrientes hemos sido, no tolerantes, sino negligente­s o cobardes.

Hay que volver a sacar brillo al lenguaje, volver las palabras a su significad­o original y tratarlas con considerac­ión, porque un lenguaje limpio y cuidado es señal infalible de una sociedad sana.

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PERICO PASTOR

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