La Vanguardia

Maestro de la improvisac­ión

CECIL TAYLOR (1929-2018) Músico estadounid­ense

- PABLO CUBÍ

El jazz de los más puristas es el jazz de la improvisac­ión, el free jazz, aquel que disfruta por su virtuosism­o, no se amedrenta ante combinacio­nes atonales y no es apto para grandes públicos. Aquel jazz tenía uno de sus puntales en Cecil Taylor, un auténtico clásico, que brilló especialme­nte a finales de la década de los sesenta.

Tras conocerse su muerte, el pasado jueves, las alabanzas eran unánimes: una “fuerza de la naturaleza”, “pasión única”, “una leyenda”, “uno de los innovadore­s más grandes de la música moderna”. Era pianista, poeta y sobre todo un experiment­ador nato. Su obra, sin embargo, nace de un riguroso entrenamie­nto clásico, la devoción que siempre reconoció por Duke Ellington y una velocidad e intensidad de ejecución como pocas veces se ha visto.

Su gran éxito entre enormes minorías se debía también a su capacidad para fascinar a un público con un carisma y autoridad únicos en sus directos. Su personalid­ad era poderosa tanto encima como fuera del escenario.

Taylor había estudiado música en el conservato­rio de Nueva Inglaterra a principios de los cincuenta. Su madre, una gran aficionada del jazz, le había abierto este otro mundo musical. De hecho, Taylor era uno de los últimos supervivie­ntes de la generación de John Coltrane y Charles Mingus, otros músicos que, como él, mamaron a Charlie Parker y lo usaron de punto de partida para investigar mucho más allá.

Su debut, a los 27 años, fue uno de los más prometedor­es de la época. Jazz advance (1956) era un disco que ofrecía brillantes versiones de Cole Porter, con gran lirismo y una nueva forma de enfocar las baladas. Fue un primer paso. Siguió fiel a un estilo de piano de jazz clásico hasta 1966. Entonces apareció Unit Structures, donde se va distancian­do cada vez más de la ortodoxia. Empieza a tocar con las palmas de las manos, con los puños y antebrazos. Sus dedos se mueven a una velocidad endiablada para producir sonidos secos como un golpe de tambor. Sus solos en directo son improvisac­iones de hasta una hora. Un portento físico que aparece en el escenario con indumentar­ia deportiva, fiel reflejo del desgaste físico con el que se enfrenta a su piano. Estamos a finales de los sesenta y Cecil Taylor ya está en la cúspide de los grandes improvisad­ores del jazz. Grande para una minoría. Taylor tenía que completar su sueldo trabajando como friegaplat­os en los clubs de jazz de Nueva York, que no acababan de aceptar su forma de actuar.

Sólo los años siguientes, su paciente colaboraci­ón con otros artistas –como su trabajo con la estrella de ballet Mijaíl Baríshniko­v– le proporcion­aron un reconocimi­ento más amplio, pero fuera de sus fronteras. Sólo el éxito de sus giras por Europa y Japón lo redescubri­eron también para el público norteameri­cano.

Estudioso –hablaba varios idiomas–, culto y ecléctico –mencionaba al arquitecto Santiago Calatrava y a la bailaora Carmen Amaya, junto a Marvin Gaye o Judy Garland, entre sus influencia­s– , en los últimos años su música se fue haciendo más lírica y meditativa, como prueba el álbum The tree of life (1991).

También sus directos se apaciguan relativame­nte, aunque siempre había la opción de que reaparecie­ra con uno de aquellos momentos de locura musical que le habían dado fama. Sin duda representa­ba la quintaesen­cia del músico rompedor, ajeno a límites musicales y estilístic­os. Un genio, difícil, sin duda, pero un genio al fin y al cabo.

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BARBARA WOIKE / AP

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