Un roto difícil de reparar
COMO dice John Carlin, pertenezco a la tribu más grande del mundo. “De China a Chad, de Tierra del Fuego a Tombuctú, de Reikiavik a Riad, de Vladivostok a València: busca en un bar, en un autobús, en una choza, en la playa, en un puestito callejero donde venden churros o rollitos de primavera o empanadas o hot dogs o blinis o tacos al pastor y, en cualquier rincón de la Tierra donde se te ocurra mirar, nos encontrarás (…). Somos los dueños del gran tema de conversación mundial, el fútbol”. Cada uno es de un equipo, aunque puede simpatizar con más. Pero sólo se es realmente de uno. No me atrevo a decir que sea algo genético porque a veces falla la transmisión de padres a hijos. Será que los genes pueden mutar. Por lo general, uno es de un equipo por muchas razones, pero la mayoría tienen que ver con los orígenes, la infancia y el ambiente.
El 3-0 en el Olímpico de Roma fue uno de los mayores jarros de agua fría del barcelonismo para los millennials. Los de mi generación acumulamos tantas frustraciones que sería injusto rasgarnos las vestiduras. Yo mismo pasé los mejores años de mi infancia y juventud sin saber qué se sentía al ganar un título de Liga; en cambio mis hijos han visto levantar más trofeos ligueros que nadie y cinco Champions como cinco soles. Sin embargo, la derrota del martes por la noche fue durísima. Y el luto no ha concluido. “Lo lamento por la gente”, declaró Valverde, en lo que resultó una frase más brillante que su planteamiento del partido. En TV3, los comentaristas insistían en que el Barça había dejado de ser un gran equipo, tras tres de las cuatro últimas temporadas cayendo en cuartos y siendo goleado por el PSG, el Juventus o el Roma.
También ha escrito Carlin que es una locura que sea tan importante, tan de vida o muerte, que once desconocidos metan o no una pelotita entre los tres palos. Pero esta locura es la gracia del fútbol, aunque esta vez se nos ha roto algo que no tenemos claro que sepamos reparar.