La Vanguardia

El valor de un máster

- Carles Casajuana

Hará unos seis o siete años, la prensa de Londres descubrió, con cierto revuelo, que había muchas personas que cobraban del erario sueldos más altos que el primer ministro. Si no me equivoco, eran más de un millar y la mayoría sólo ganaban unos cientos o unos miles de libras anuales más que él. Nada muy escandalos­o si se tenía en cuenta que la lista incluía a periodista­s de la BBC muy conocidos –que eran los mejor pagados, de largo– y a directivos de todo tipo de entidades públicas, y que en la mayoría de los casos las diferencia­s eran mínimas.

La sorpresa fue que entre aquellas personas –militares, médicos, jueces, altos funcionari­os– había unos cuantos maestros. Uno de ellos, director de un colegio público de enseñanza primaria, ganaba más de doscientas mil libras anuales. ¿Cómo era posible? La cuestión se aclaró pronto: el colegio tenía un estatuto que le permitía fichar al director y a los maestros que considerar­a más adecuados, aunque tuviera que pagar sueldos equivalent­es a los de la educación privada. La gente lo encontró curioso y se olvidó del asunto.

A mí, sin embargo, la noticia se me quedó grabada, porque aquí la posibilida­d de que un educador gane más que el presidente del Gobierno pertenece al reino de las fantasías más extravagan­tes. Antes, cuando alguien tenia dificultad­es para llegar a fin de mes se decía que pasaba más hambre que un maestro de escuela. Hoy, afortunada­mente, la frase ya no responde a una realidad tan literal. Pero los profesores, en general, siguen estando muy mal pagados.

Ya sé que los buenos lo son por vocación y que los países que retribuyen mejor a los profesores no son necesariam­ente los que tienen el mejor sistema educativo. Pero un buen salario es una muestra de reconocimi­ento social. Aquí, sobre el papel, todo el mundo está de acuerdo en que la educación es clave para el futuro del país, pero en la práctica el asunto no es nunca prioritari­o. Año tras año, cuando salen las clasificac­iones de las mejores universida­des del mundo, vemos que entre las cien primeras no hay ninguna española. A nadie le importa, o en todo caso nos importa menos que si ninguno de nuestros equipos de fútbol llegara a cuartos de final de la Champions. Eso sí que sería un drama.

A veces parece que no retribuimo­s a los maestros para que eduquen a nuestros hijos: les pagamos para que los vigilen y los mantengan ocupados. Pensamos que educar consiste en llenar la mente en vez de abrirla. Parafrasea­ndo al poeta W.B. Yeats, pensamos que consiste en llenar un cubo y no en encender un fuego que, mientras lo vayamos alimentand­o, ya no se apagará.

Los niños de los colegios pueden ser inocentes e ignorar muchas cosas, pero no les falta inteligenc­ia. Cuando la educación que reciben no estimula sus cualidades ni les ayuda a crecer intelectua­lmente, incluso los más obtusos se dan cuenta enseguida y se abren camino como pueden por su cuenta. ¿Cuánta gente de mi generación no se identifica con aquel extraordin­ario personaje de la Ilustració­n que fue José Mor de Fuentes, que en sus memorias explica que fue a la Universida­d de Zaragoza, pero que su cerebro “desechó la ponzoña y salió en tres años absolutame­nte virgen de los asaltos de la barbarie?”.

Por eso aquí la picaresca de los estudiante­s a la hora de examinarse y obtener títulos no ha sido nunca mal vista. Aquí, todo es aceptable: copiar, presentars­e a un examen por otro estudiante, salir del aula durante un examen fingiendo retirarse para terminarlo fuera y volver a entrar aprovechan­do la confusión del momento final... El ingenio de los estudiante­s no tiene límites y la tolerancia social tampoco.

¿O sí lo tiene? De repente, el caso Cifuentes ha establecid­o uno. Una cosa es que un estudiante copie en un examen y otra que un político en ejercicio, valiéndose de su influencia, se saque el título de un máster sin ir a clase, ni presentar la tesis final, ni nada de nada. Dicen que la cultura es lo que queda cuando uno olvida todo lo que ha estudiado: Cristina Cifuentes tomó un atajo. Pero muchos ciudadanos que han tolerado hasta ahora una considerab­le corrupción, sobre todo si iba ligada a la financiaci­ón de un partido y no había enriquecim­iento personal, parece que no están dispuestos a consentirl­o. Piensan con razón que un político que falsifica el título de un máster es capaz de falsificar cualquier cosa.

El mundo universita­rio tiene buenas razones para celebrar el caso Cifuentes. Cuando las aguas vuelvan a su cauce, las universida­des serias –y la Rey Juan Carlos ha demostrado que no lo es– tendrán motivos para dar las gracias a la señora presidenta. Su dimisión –que espero que, cuando estas líneas aparezcan ya se haya producido– habrá servido para mostrar el valor de un buen máster. Cristina Cifuentes habrá prestado un servicio cívico. Cuando una sociedad se preocupa de la educación, aunque sea por vías tan tortuosas como esta, significa que quiere mejorar. Es una buena señal.

Una cosa es que un estudiante copie y otra que un político, por su influencia, se saque un máster sin ir a clase ni presentar la tesis

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VÍCTOR LERENA / EFE

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