El valor de un máster
Hará unos seis o siete años, la prensa de Londres descubrió, con cierto revuelo, que había muchas personas que cobraban del erario sueldos más altos que el primer ministro. Si no me equivoco, eran más de un millar y la mayoría sólo ganaban unos cientos o unos miles de libras anuales más que él. Nada muy escandaloso si se tenía en cuenta que la lista incluía a periodistas de la BBC muy conocidos –que eran los mejor pagados, de largo– y a directivos de todo tipo de entidades públicas, y que en la mayoría de los casos las diferencias eran mínimas.
La sorpresa fue que entre aquellas personas –militares, médicos, jueces, altos funcionarios– había unos cuantos maestros. Uno de ellos, director de un colegio público de enseñanza primaria, ganaba más de doscientas mil libras anuales. ¿Cómo era posible? La cuestión se aclaró pronto: el colegio tenía un estatuto que le permitía fichar al director y a los maestros que considerara más adecuados, aunque tuviera que pagar sueldos equivalentes a los de la educación privada. La gente lo encontró curioso y se olvidó del asunto.
A mí, sin embargo, la noticia se me quedó grabada, porque aquí la posibilidad de que un educador gane más que el presidente del Gobierno pertenece al reino de las fantasías más extravagantes. Antes, cuando alguien tenia dificultades para llegar a fin de mes se decía que pasaba más hambre que un maestro de escuela. Hoy, afortunadamente, la frase ya no responde a una realidad tan literal. Pero los profesores, en general, siguen estando muy mal pagados.
Ya sé que los buenos lo son por vocación y que los países que retribuyen mejor a los profesores no son necesariamente los que tienen el mejor sistema educativo. Pero un buen salario es una muestra de reconocimiento social. Aquí, sobre el papel, todo el mundo está de acuerdo en que la educación es clave para el futuro del país, pero en la práctica el asunto no es nunca prioritario. Año tras año, cuando salen las clasificaciones de las mejores universidades del mundo, vemos que entre las cien primeras no hay ninguna española. A nadie le importa, o en todo caso nos importa menos que si ninguno de nuestros equipos de fútbol llegara a cuartos de final de la Champions. Eso sí que sería un drama.
A veces parece que no retribuimos a los maestros para que eduquen a nuestros hijos: les pagamos para que los vigilen y los mantengan ocupados. Pensamos que educar consiste en llenar la mente en vez de abrirla. Parafraseando al poeta W.B. Yeats, pensamos que consiste en llenar un cubo y no en encender un fuego que, mientras lo vayamos alimentando, ya no se apagará.
Los niños de los colegios pueden ser inocentes e ignorar muchas cosas, pero no les falta inteligencia. Cuando la educación que reciben no estimula sus cualidades ni les ayuda a crecer intelectualmente, incluso los más obtusos se dan cuenta enseguida y se abren camino como pueden por su cuenta. ¿Cuánta gente de mi generación no se identifica con aquel extraordinario personaje de la Ilustración que fue José Mor de Fuentes, que en sus memorias explica que fue a la Universidad de Zaragoza, pero que su cerebro “desechó la ponzoña y salió en tres años absolutamente virgen de los asaltos de la barbarie?”.
Por eso aquí la picaresca de los estudiantes a la hora de examinarse y obtener títulos no ha sido nunca mal vista. Aquí, todo es aceptable: copiar, presentarse a un examen por otro estudiante, salir del aula durante un examen fingiendo retirarse para terminarlo fuera y volver a entrar aprovechando la confusión del momento final... El ingenio de los estudiantes no tiene límites y la tolerancia social tampoco.
¿O sí lo tiene? De repente, el caso Cifuentes ha establecido uno. Una cosa es que un estudiante copie en un examen y otra que un político en ejercicio, valiéndose de su influencia, se saque el título de un máster sin ir a clase, ni presentar la tesis final, ni nada de nada. Dicen que la cultura es lo que queda cuando uno olvida todo lo que ha estudiado: Cristina Cifuentes tomó un atajo. Pero muchos ciudadanos que han tolerado hasta ahora una considerable corrupción, sobre todo si iba ligada a la financiación de un partido y no había enriquecimiento personal, parece que no están dispuestos a consentirlo. Piensan con razón que un político que falsifica el título de un máster es capaz de falsificar cualquier cosa.
El mundo universitario tiene buenas razones para celebrar el caso Cifuentes. Cuando las aguas vuelvan a su cauce, las universidades serias –y la Rey Juan Carlos ha demostrado que no lo es– tendrán motivos para dar las gracias a la señora presidenta. Su dimisión –que espero que, cuando estas líneas aparezcan ya se haya producido– habrá servido para mostrar el valor de un buen máster. Cristina Cifuentes habrá prestado un servicio cívico. Cuando una sociedad se preocupa de la educación, aunque sea por vías tan tortuosas como esta, significa que quiere mejorar. Es una buena señal.
Una cosa es que un estudiante copie y otra que un político, por su influencia, se saque un máster sin ir a clase ni presentar la tesis