La Vanguardia

Hacer sábado

- Joana Bonet

España fue siempre país de chanchullo­s, también llamados cabildadas o alcaldadas, pues demasiado prolija es la tradición del provecho ilícito a través del poder. La vara de mando llegó a parecerse al maletín de Mary Poppins: metías la mano dentro y sacabas un piso en Marbella, un bolso de Vuitton, una tarjeta black, o un banquete de bodorrio salvaje. Pero, con la llegada de la crisis –que coincidió con los primeros furores de las redes sociales–, se empezaron a buscar otros horizontes, y se forjó un nuevo estilo: influencia en lugar de dinero negro, primero porque escapa a las pesquisas auditoras, y, segundo, porque, igual que todo lo valioso, produce beneficio a medio y largo plazo. Del saco salieron hasta títulos académicos, como el máster de Cristina Cifuentes –según ella misma reconoce, sin ir a clase ni hacer exámenes– o el posgrado en Harvard de Pablo Casado –en realidad cuatro días de cursillos en Aravaca– para adornar los currículum­s de quienes se sienten en falta.

Recuerdo una vez que, a fin de documentar una entrevista, le pedimos a Elena Ochoa, ahora lady Foster, su currículum. Contaba casi con 50 páginas bien detalladas y documentad­as, y en la

Caen las torres más altas, los guardianes de los guardianes muestran sus manos manchadas

redacción nos quedamos asombrados. Aún y así, nunca tuvimos la tentación de mentir ni en esa atragantad­a línea donde podías dudar entre el inglés básico o el medio porque la sola idea de que nos entrevista­ran en ese idioma nos paralizaba. La vergüenza propia –y la ajena– siempre marcó un límite: ¿alguien puede dormir tranquilo asegurando que es matemático, pedagogo o ingeniero industrial sin haberse licenciado? No fue el caso de Ada Colau, a quien le quedan tan sólo un par de asignatura­s para terminar Filosofía, y nunca lo ha escondido. Al contrario, colgó en su web sus buenísimas notas de la carrera, excepto las dos materias no presentada­s. Y dudo de que nadie dejara de creer en ella por no tener el título enmarcado.

Vivimos tiempos de desenmasca­ramiento. Caen las torres más altas, los guardianes de los guardianes muestran sus manos manchadas. Ni la judicatura, ni la universida­d, ni las oenegés ni la mismísima Academia Sueca del Nobel –asaltada por escándalos sexuales y filtracion­es– son fiables. Un sistema amoral construido con atajos y puentes, con ascensores de alta velocidad y puertas giratorias, emerge, incapaz ya de contener su podredumbr­e.

Pero ¿qué estábamos haciendo, generación tras generación, mientras sanguijuel­as de todo tipo saqueaban arcas y sacaban pecho con méritos falsamente vanidosos? Trabajar, tener hijos, sobrevivir, hacernos mayores, sobrevivir, enfermar y sanar, sobrevivir. Por no ceder la silla, ni regenerars­e, ni hacer sábado, se han acumulado toneladas de basura bajo la alfombra. Y ahora que la mugre se desborda igual que un río, aún se espera que la sociedad sacrificad­a, e incluso puteada, recoja los excremento­s de los incontinen­tes chanchulle­ros.

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