La desmesura
Explica Esopo, en una de sus fábulas, la paradójica experiencia de un asno. Un día, acarreando un pesado cargamento de sal, tuvo que atravesar un río. Dentro del agua, el asno se sintió más ágil y ligero. Era la sal, que se deshacía con el agua. El cargamento pesaba menos, pero él creyó que el secreto de su ligereza y buen ánimo era el baño. En otra ocasión, el asno tuvo que pasar por el mismo camino, llevando un cargamento de esponjas. Al llegar al río, pensó que un baño le confortaría el ánimo, pero las esponjas se llenaron de agua y el cargamento se hizo más pesado; tanto, que el asno ya no pudo vadear el río y se ahogó. Moraleja: lo que, inicialmente, aligera, puede convertirse después en carga mortal.
La fábula me recuerda la simplicidad argumental con que los líderes españoles y catalanes (también los periodísticos) han enfocado el viejo pleito territorial hispánico: un pleito muy complejo, que, según enseña la historia, requería prudencia, pies de plomo. En un primer momento, líderes de uno y otro bando quisieron aligerar peso y obtener una victoria rápida. Pero después se ha visto que aquel primer impulso ha sido, en realidad, la causa del naufragio colectivo que catalanes y españoles estamos sufriendo ahora (aunque los que marcan el paso siguen sin reconocerlo). Siempre digo que todo comenzó con Aznar, pero puesto que yo no uso los argumentos como proyectiles de batalla, sino como hipótesis de trabajo en aras de formular un diagnóstico compartido, estoy dispuesto a aceptar que otros factores anteriores, de raíz pujoliana, anticiparon la deriva del nacionalismo catalán.
Al decir que todo comenzó con Aznar subrayo que, durante su presidencia, la fantasía política de una España a la francesa se convirtió en obra de gobierno. El aznarismo promovió, con éxito, lo que Trotski llamaba “la aceleración frenética de la historia”. La “segunda transición” era más que el título de un libro de Aznar: era un intento de reconfigurar la realidad española. Cualquier nacionalismo que no coincidiera con el del Estado era asociado, indirectamente, a la violencia etarra. El terrorismo debía ser combatido hasta la rendición de ETA, y así se fue sucediendo. Pero se aprovechó la ocasión para promover en paralelo una gran operación ideológica, de la que ahora pagamos las consecuencias: la demonización de los nacionalismos periféricos. No solamente el vasco, también el catalán, que ya entonces era descrito como “el verdadero peligro de España”.
En aquel momento, la democracia española atravesó el río. Rompió los frágiles equilibrios del pacto constitucional y salió aparentemente aliviada, como el asno de la fábula de Esopo en su primer viaje. El nacionalismo vasco pagaba el precio de haberse beneficiado de la violencia etarra. Y Catalunya, que nada tenía que ver con ETA, se convertía en el nuevo campo de batalla.
La batalla tuvo varias fases, de las que el episodio del Estatut fue la más larga y sonada. No sólo fue demonizado el nacionalismo pujoliano, de tradición romántica, herderiana. También lo fue el catalanismo inclusivo y constructor de puentes, entonces encarnado por la figura de Pasqual Maragall (y su experimento: el tripartito). El nacimiento de Ciudadanos, y la admiración que suscita en toda España, forman parte del mismo combate. Todo lo que ha pasado después es fruto de esta desmesura: someter la complejidad española a una única matriz, como la francesa. Más aún: considerar que no hay más democracia que la francesa (como si, pongamos por caso, en la Confederación Suiza imperase la ley de la selva).
La respuesta del nacionalismo catalán fue idéntica: ante este panorama, decidió arriesgar la pluralidad interna para conseguir un ideal que sólo una parte de los catalanes anhelaban: la independencia. El asno catalán vadea cargado de sal el río de las primeras grandes manifestaciones y sale del agua muy ilusionado, ligero y animoso. Provoca insensatamente tensiones binarias en una sociedad que como la catalana es de aluvión: desencuaderna los equilibrios internos. Las tensiones entre amigos y conocidos son un hecho. La división es profundísima. Finalmente, el independentismo quema las naves arrastrando el país entero al todo o nada.
Ni el nacionalismo catalán ni el español ceden. No pueden. Equivaldría a rendirse y aceptar la victoria del adversario. La España uniformista y el soberanismo catalán vuelven a atravesar el río de la realidad. Como el asno de la fábula, ahora van cargados de esponjas. Se hunden. Nos hundimos. España y Catalunya se hunden en una profunda crisis política, judicial, policial, económica. Nadie sabe cuándo saldremos de ella. Sólo sabemos que la cosa va para largo; y que se cronificará como una enfermedad incurable. No hemos apurado el cáliz de la amargura. El pleito tiene mucho más potencial destructivo. Perderemos todos, y no sólo dinero, también futuro, proyectos vitales, esperanzas. Esquilo, que vivió momentos muy convulsos en la Grecia de su tiempo, lo dejó escrito en la Orestíada: “La desmesura grana en la espiga del error; y sólo recoge una cosecha de lágrimas”.
Todo es fruto de este exceso: no hay más democracia que la francesa (como si en Suiza imperase la ley de la selva)