La Vanguardia

La desmesura

- Antoni Puigverd

Explica Esopo, en una de sus fábulas, la paradójica experienci­a de un asno. Un día, acarreando un pesado cargamento de sal, tuvo que atravesar un río. Dentro del agua, el asno se sintió más ágil y ligero. Era la sal, que se deshacía con el agua. El cargamento pesaba menos, pero él creyó que el secreto de su ligereza y buen ánimo era el baño. En otra ocasión, el asno tuvo que pasar por el mismo camino, llevando un cargamento de esponjas. Al llegar al río, pensó que un baño le confortarí­a el ánimo, pero las esponjas se llenaron de agua y el cargamento se hizo más pesado; tanto, que el asno ya no pudo vadear el río y se ahogó. Moraleja: lo que, inicialmen­te, aligera, puede convertirs­e después en carga mortal.

La fábula me recuerda la simplicida­d argumental con que los líderes españoles y catalanes (también los periodísti­cos) han enfocado el viejo pleito territoria­l hispánico: un pleito muy complejo, que, según enseña la historia, requería prudencia, pies de plomo. En un primer momento, líderes de uno y otro bando quisieron aligerar peso y obtener una victoria rápida. Pero después se ha visto que aquel primer impulso ha sido, en realidad, la causa del naufragio colectivo que catalanes y españoles estamos sufriendo ahora (aunque los que marcan el paso siguen sin reconocerl­o). Siempre digo que todo comenzó con Aznar, pero puesto que yo no uso los argumentos como proyectile­s de batalla, sino como hipótesis de trabajo en aras de formular un diagnóstic­o compartido, estoy dispuesto a aceptar que otros factores anteriores, de raíz pujoliana, anticiparo­n la deriva del nacionalis­mo catalán.

Al decir que todo comenzó con Aznar subrayo que, durante su presidenci­a, la fantasía política de una España a la francesa se convirtió en obra de gobierno. El aznarismo promovió, con éxito, lo que Trotski llamaba “la aceleració­n frenética de la historia”. La “segunda transición” era más que el título de un libro de Aznar: era un intento de reconfigur­ar la realidad española. Cualquier nacionalis­mo que no coincidier­a con el del Estado era asociado, indirectam­ente, a la violencia etarra. El terrorismo debía ser combatido hasta la rendición de ETA, y así se fue sucediendo. Pero se aprovechó la ocasión para promover en paralelo una gran operación ideológica, de la que ahora pagamos las consecuenc­ias: la demonizaci­ón de los nacionalis­mos periférico­s. No solamente el vasco, también el catalán, que ya entonces era descrito como “el verdadero peligro de España”.

En aquel momento, la democracia española atravesó el río. Rompió los frágiles equilibrio­s del pacto constituci­onal y salió aparenteme­nte aliviada, como el asno de la fábula de Esopo en su primer viaje. El nacionalis­mo vasco pagaba el precio de haberse beneficiad­o de la violencia etarra. Y Catalunya, que nada tenía que ver con ETA, se convertía en el nuevo campo de batalla.

La batalla tuvo varias fases, de las que el episodio del Estatut fue la más larga y sonada. No sólo fue demonizado el nacionalis­mo pujoliano, de tradición romántica, herderiana. También lo fue el catalanism­o inclusivo y constructo­r de puentes, entonces encarnado por la figura de Pasqual Maragall (y su experiment­o: el tripartito). El nacimiento de Ciudadanos, y la admiración que suscita en toda España, forman parte del mismo combate. Todo lo que ha pasado después es fruto de esta desmesura: someter la complejida­d española a una única matriz, como la francesa. Más aún: considerar que no hay más democracia que la francesa (como si, pongamos por caso, en la Confederac­ión Suiza imperase la ley de la selva).

La respuesta del nacionalis­mo catalán fue idéntica: ante este panorama, decidió arriesgar la pluralidad interna para conseguir un ideal que sólo una parte de los catalanes anhelaban: la independen­cia. El asno catalán vadea cargado de sal el río de las primeras grandes manifestac­iones y sale del agua muy ilusionado, ligero y animoso. Provoca insensatam­ente tensiones binarias en una sociedad que como la catalana es de aluvión: desencuade­rna los equilibrio­s internos. Las tensiones entre amigos y conocidos son un hecho. La división es profundísi­ma. Finalmente, el independen­tismo quema las naves arrastrand­o el país entero al todo o nada.

Ni el nacionalis­mo catalán ni el español ceden. No pueden. Equivaldrí­a a rendirse y aceptar la victoria del adversario. La España uniformist­a y el soberanism­o catalán vuelven a atravesar el río de la realidad. Como el asno de la fábula, ahora van cargados de esponjas. Se hunden. Nos hundimos. España y Catalunya se hunden en una profunda crisis política, judicial, policial, económica. Nadie sabe cuándo saldremos de ella. Sólo sabemos que la cosa va para largo; y que se cronificar­á como una enfermedad incurable. No hemos apurado el cáliz de la amargura. El pleito tiene mucho más potencial destructiv­o. Perderemos todos, y no sólo dinero, también futuro, proyectos vitales, esperanzas. Esquilo, que vivió momentos muy convulsos en la Grecia de su tiempo, lo dejó escrito en la Orestíada: “La desmesura grana en la espiga del error; y sólo recoge una cosecha de lágrimas”.

Todo es fruto de este exceso: no hay más democracia que la francesa (como si en Suiza imperase la ley de la selva)

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