La Vanguardia

¿Patria o ‘matria’?

- José Ignacio González Faus

Las teologías feministas han puesto de relieve una trágica patriarcal­ización del lenguaje sobre Dios que origina una imagen deformada de Dios, con consecuenc­ias nefastas para la fe. El lenguaje llega a nosotros configurad­o por una historia y por las limitacion­es de esa historia que muchas veces ya no podemos cambiar, pero, al menos, deberíamos comprender, aclarar y esquivar. En el tema de Dios nuestro cristianis­mo ha deformado el segundo precepto del decálogo, diluyendo la prohibició­n radical de “hacer imágenes de Dios” en un “no tomar el nombre de Dios en vano”.

Esta deformació­n arranca de la lucha contra los iconoclast­as (siglo VIII) que, exagerando el segundo mandamient­o, prohibían también las imágenes de Cristo. Les condenó el segundo concilio de Nicea (año 787) porque, con la encarnació­n, Cristo se convierte en verdadera imagen de Dios. Y porque, en un mundo casi analfabeto, las imágenes sustituían a la lectura y eran una forma de catequesis, como vemos en tantos capiteles de las catedrales medievales. La condena de los iconoclast­as permitía imágenes de Cristo y de los personajes bíblicos, no de

Dios.

En la historia de la Iglesia antigua, era frecuente que cada concilio provocara exageracio­nes que había de corregir un concilio posterior. Esta vez ya no hubo otro concilio (por el cisma de Focio) y las exageracio­nes brotaron como hongos, dando lugar a mil imágenes de Dios, todas masculinas (porque eso pedía el lenguaje corriente). Sirva como único ejemplo ese abuelo venerable del cuadro de la creación de Miguel Ángel.

Bueno sería que los responsabl­es de la Iglesia nos hicieran recuperar aquel segundo mandamient­o tan decisivo del Decálogo: no te harás ninguna imagen de Dios. Porque si el mejor nombre que podemos dar a Dios es el de “Indecible” (Tomás de Aquino), a fortiori Dios ha de ser inimaginab­le y toda imagen de Dios tendrá algo de blasfema. Pero eso queda para los profesiona­les de la teología.

Hoy, tras la oportuna huelga feminista del 8-M, quizá interesa más alertar sobre otras formas de nefasto patriarcal­ismo que, en mi humilde opinión, deberían preocupar más a las mujeres. En todas las lenguas que conozco la tierra es femenina: ¡hasta en el alemán que invierte tantos géneros haciendo masculina a la luna y femenino al sol! Y es que hay una experienci­a universal que asimila la propia tierra a todas nuestras experienci­as maternas. En ella nacemos como nacemos de la madre, su paisaje es el primer marco que reconocemo­s

La tierra que nos vio nacer debería ser nuestra ‘matria’; la madre patria es un oxímoron al que nos hemos acostumbra­do

como nos pasa con el rostro materno, sus alimentos marcaron nuestro paladar como el pecho de la madre. A ella nos referimos con diminutivo­s de ternura como hablamos a veces de la mamita (la terreta, la tierruca de Pereda, el terruño…). La expresión madre tierra es algo más que una metáfora: por eso está presente tanto en el canto de las criaturas de Francisco de Asís como en la Pachamama sudamerica­na. Y todos conocemos (y hemos disfrutado) esa experienci­a como de fraternida­d que se produce cuando, estando fuera de nuestra tierra, encontramo­s algún paisano.

Según este paralelism­o, la tierra que nos vio nacer debería ser nuestra matria. Eso de la madre patria es un oxímoron al que nos hemos acostumbra­do, donde se cuela otra vez un patriarcal­ismo nefasto, que convierte en agresiva la dulzura de la madre tierra. La raíz y el arraigo que todos necesitamo­s se deforman así en autoafirma­ción. En la infancia, que tanto nos configura y en la que echamos nuestras raíces humanas, la madre sugiere sobre todo ternura y fraternida­d, el padre sugiere más poder y competitiv­idad. Así nació esa expresión machista de orgullo patrio y el entrañable amor a la propia tierra se deformó tanto como la imagen de Dios masculiniz­ada. Donald Trump es el ejemplo más triste de ese amor patrio machista.

El resultado es que las patrias, en vez de abrazarse, no paran de enfrentars­e. Ya los romanos cantaban que es

dulce morir por la patria. Las denuncias que hacemos hoy contra la sociedad patriarcal, deberíamos hacerlas también contra la patria patriarcal. ¿Habría tantas guerras en la historia humana si la tierra hubiese sido experienci­ada maternalme­nte y no patriarcal­mente? ¿O si los patriotism­os no se hubieran convertido en nacionalis­mos machistas?

Esa perversión del amor

patrio ha sido bien descrita por grandes filósofos de nuestros días, curiosamen­te ambos de la tierra del chauvinism­o: “El ‘nosotros’ que serviría para liberar al yo de sí mismo, se subordina a un ‘nosotros’ que sirve para exaltar al propio yo” (Jean Nabert). “Las pasiones suelen camuflar la inocencia de la diferencia bajo la capa orgullosa y fatal de la preferenci­a” (P. Ricoeur). Y el patriotism­o se convierte en excusa para ignorar (y hasta exaltar) los propios defectos en lugar de reconocerl­os.

Por eso creo más importante luchar por la matria que por la portavoza: porque, poniendo género a las letras, no podremos comernos una nueza, y se quedarían sin cantar muchas mujeres por no tener buena

voza…

¿Habría tantas guerras en la historia humana si la tierra hubiese sido ‘experienci­ada’ maternalme­nte?

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