La Vanguardia

Fervor y dolor de la amistad

SERGIO PITOL (1933-2017) Escritor

- J.A. MASOLIVER RÓDENAS

Poco puedo añadir al perfil de Sergio Pitol escrito en estas páginas por Josep Massot apenas nos llegó la noticia de su fallecimie­nto, el pasado día 12 en Xalapa. Estas líneas están escritas desde la admiración, la amistad y la desolación. Como escritor, por su libro de cuentos

Vals de Mefisto, publicado en Anagrama en 1981 como Nocturno de Bujara por su fiel amigo y editor Jorge Herralde, para llegar a las novelas que integran la Trilogía del Carnaval y para culminar en la Trilogía de la

Memoria. Ciudadano del mundo, propone nuevas lecturas a través de sus traduccion­es, sus lecturas y la radical propuesta de su escritura creativa.

Mi amistad se inició hará casi cuatro décadas, a través de Augusto Monterroso, Margo Glantz y Luz del Amo. Vivía entonces en la Ciudad de México, en Coyoacán, en una magnifica casa donde la biblioteca competía con la pinacoteca. Más tarde se fue a vivir a Xalapa, ciudad cercana a mi corazón y en la que yo había frecuentad­o a su amigo y compañero de viaje literario Vicente Melo. La última vez que lo visité coincidí con su también amiga Cristina Fernández-Cubas, con los que ya habíamos coincidido en Sofía, junto a su admirado Enrique Vila-Matas, donde se daba su nombre a la biblioteca del Instituto Cervantes. Y con Xalapa estaba Veracruz y sus delirantes noches de marimbas, tan delirantes como lo era su escritura.

Pitol era querido por su generosida­d, por su cordialida­d, por su sonrisa acogedora que podía convertirs­e en musical carcajada. Abrazarle era abrazar a lo más puro de la amistad. Y le admiramos por la originalid­ad de su pensamient­o, la vitalidad de su enorme cultura, la amenidad de su charla, por su capacidad, asimismo, de escuchar y respetar al interlocut­or. Y sin embargo, la afasia le impidió seguir escribiend­o, le costaba expresarse y, debido a la sordera, no podíamos comunicar con él.

Durante un tiempo tuvo un magnífico “intérprete”, su secretario, Rodolfo. Día a día seguíamos, desolados, el empeoramie­nto de su salud. Y la desolación llegó a su punto más álgido cuando empezaron los litigios para apoderarse de sus bienes todavía en vida suya. Una vida que se convirtió en una prolongada agonía. Y este silencio fue tal vez lo más doloroso para las muchas personas que le queríamos.

Si no existe el Cielo, lo inventarem­os, porque estoy seguro de que allí estará él esperándon­os con los brazos abiertos. De momento nos queda el consuelo de su recuerdo y la compañía de unos libros prodigioso­s, que están entre lo más grande de la escritura mexicana.

Sergio Pitol era querido por su generosida­d, cordialida­d y sonrisa acogedora

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CARLOS FERRER / AP

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