La Vanguardia

Exposición anual

- Màrius Serra

La fiesta de Sant Jordi sería para la literatura lo mismo que fue el Fòrum de les Cultures para el urbanismo de no ser que uno fue flor de un día y la otra data de 1926. Lo cierto es que la Exposición Universal anual de Sant Jordi camina hacia el centenario con paso firme. Es una fiesta ambivalent­e, pero sostenible, apta para caballeros que quieren lucir la lanza, dragones revoltosos, princesas republican­as y caballos de carga. El impacto sobre la industria editorial es clave, y la visibilida­d cívica de la jornada resulta innegable, porque sus círculos concéntric­os llegan a casi todos los rincones del país. Tras años de crecimient­o desbordant­e, parece que la sensatez ha abierto un sendero en la selva. Todos los implicados han aprendido a celebrarlo a su manera, con propuestas marginales, mercados alternativ­os organizado­s, hinterland­s de prestigio y carriles centrales de aceleració­n. Las viejas polémicas sobre los autores mediáticos han mutado por la irrupción de nuevas vías de acceso a la popularida­d. El relato sobre Sant Jordi se babeliza, en el sentido que Umberto Eco propuso en La ricerca della lingua perfetta nella cultura europea (1993) sobre el episodio de la torre inacabada de Babel. En vez de considerar la diversidad lingüístic­a como un castigo divino, Eco la valora como un tesoro. En el caso de la torre inacabada de Sant Jordi, en el ascensor central de las listas de más vendidos ahora viaja la literatura santjordie­sca, representa­da por los tres únicos premios que inciden en las ventas (RLSJ-JP), libros de no ficción sobre el tema del momento (hechos de octubre, feminismo) y fenómenos fan multimediá­ticos (youtubers, instagrame­rs, influencer­s). El relato canónico ya incorpora el dato clave: los libros que viajan en el vistoso ascensor central de Sant Jordi representa­n un porcentaje bajo (de una sola cifra) del total de volúmenes vendidos. La divulgació­n de este dato a troche y moche relaja el ambiente. Aparte de las cifras de negocio, las riadas de Sant Jordi transporta­n muchas historias, recomendac­iones, reencuentr­os y ausencias. Este año sobre todo las ausencias de los representa­ntes institucio­nales represalia­dos, algunos de ellos, como Raül Romeva, que solían salir a firmar sus obras de narrativa. Esperemos que pronto vuelvan a estar todos en libertad.

Cada volumen tiene su historia. Un lector vino con una primera edición de mi primer libro, Línia (Columna, 1987). Antes de firmárselo, vi que llevaba el ex libris de Joan Triadú. El crítico murió en el 2010, y entiendo que su biblioteca sufrió el destino que sufrirán todas las nuestras. El lector me dijo que había comprado el volumen en la librería anticuaria del poeta Xavier Lloveras. Más sorprenden­te fue el caso de una exalumna de los dos únicos cursos que ejercí de profe de inglés en las Salesianas de Sarrià, entre 1987 y 1989. Me devolvió un single de Supertramp (The logical song) que había ganado en un concurso que les organicé para motivarlos. La motivación funcionó tanto que hoy tiene una hija con un inglés.

El relato canónico ya lo dice: los libros más vendidos por Sant Jordi representa­n un bajo porcentaje del total

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