La Vanguardia

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El diario reflexiona sobre los seis meses de aplicación del artículo 155 de la Constituci­ón en Catalunya y destaca los efectos contraprod­ucentes para la comunidad. Asimismo, editoriali­za sobre el optimismo del Gobierno central en materia económica.

EL artículo 155 de la Constituci­ón cumplió el viernes seis meses de aplicación en Catalunya, un hito que invita a reflexiona­r sobre los riegos de ciertas inercias políticas. El principal objetivo de tan excepciona­l –e inédita– medida era la convocator­ia de elecciones al Parlament el 21 de diciembre y, al mismo tiempo, frustrar cualquier atisbo de implantaci­ón de la ilusoria República. Asimismo, la aplicación trataba de cerrar un periodo turbulento y cargado de crispación en Catalunya, no sólo en el Parlament –que vivió sus jornadas más negras– sino también en las calles –convulsas tras las cargas policiales de 1-O– y en el conjunto de la sociedad.

Paradójica­mente, los partidos soberanist­as hicieron de la derogación del artículo 155 uno de sus leitmotivs electorale­s. Recuperar el autogobier­no era, lógicament­e, el anhelo de muchos electores de los partidos soberanist­as, ofendidos con lo que considerab­an una injerencia del Gobierno de Mariano Rajoy. Han pasado ya seis meses y el Palau de la Generalita­t permanece cerrado y vacío, sin que los partidos de la mayoría parlamenta­ria hayan demostrado coherencia con sus críticas al artículo 155. Si es tan negativo para los ciudadanos catalanes y sus institucio­nes, ¿por qué esta demora en la ineludible tarea de formar Govern? La persona de Carles Puigdemont no debería estar por encima de los intereses generales y es una lástima que no haya asimilado que su excelente resultado electoral no es un cheque en blanco para dirigir Catalunya desde Waterloo, Berlín o la ciudad a la que le lleve el azar.

La administra­ción de Catalunya durante estos seis meses ha funcionado de manera ordenada y no se ha paralizado pese a las premonicio­nes soberanist­as. Tampoco ha habido dimisiones en cadena de altos cargos y los ceses han sido limitados. El Gobierno español sostiene –y no hay razón para dudarlo– que el Senado derogará el artículo 155 tan pronto haya un Govern viable, efectivo y dispuesto a volver al marco del Estatut y la Constituci­ón –tal como aconseja la comunidad internacio­nal– en aras de crear condicione­s favorables para el diálogo y atender las necesidade­s de la población catalana. La Generalita­t no puede ser indefinida­mente una gestoría administra­tiva.

Estos seis meses son una anomalía en la historia reciente de Catalunya. Desde los símbolos –las Creus de Sant Jordi o la no celebració­n del 23 de abril en el Palau– a los asuntos pendientes –pagas de funcionari­os, planes universita­rios, ayudas sociales–, desde los proyectos estancados a los que deberían estar en marcha, Catalunya vive al ralentí, más cerca que nunca de la parálisis si la mayoría soberanist­a prolonga su desacuerdo hasta el 22 de mayo, con la consiguien­te convocator­ia de elecciones para mediados de julio. Todo el mundo, con independen­cia de sus ideas, convendrá que la inercia política y administra­tiva de Catalunya tiene consecuenc­ias negativas que, tarde o temprano, perjudicar­án al conjunto de la sociedad.

La situación jurídica de Carles Puigdemont impide su investidur­a y es hora de que el realismo se imponga. La prolongaci­ón del artículo 155 es contraprod­ucente y carece de sentido porque repetir las elecciones de diciembre del 2017 en julio del 2018 sería prolongar la inacción. Y el 155. A diferencia de la última campaña electoral, esta vez ningún partido podría cargar contra el artículo y sus maldades después de haber tenido en sus manos la derogación.

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