La Vanguardia

Valls en Barcelona

- Llàtzer Moix

Llàtzer Moix escribe sobre Manuel Valls y dice que “la posibilida­d de tener como alcalde de Barcelona a alguien que ha estado al frente de la maquinaria gubernamen­tal de la República Francesa –que, a diferencia de otras, existe y tiene enorme potencia– es, cuando menos, atractiva. Otra cosa es de dónde iba a sacar un buen equipo”.

Nerea Belmonte y Manuel Valls, dos políticos de muy distinta proyección, agitaron la semana pasada la escena municipal española. La primera, que militó en Podemos y fue miembro del gobierno tripartito de Alicante, resultó decisiva, con su voto en blanco, para que la alcaldía pasara de las manos del PSOE a las del PP. El fantasma del tamayazo pareció regresar a la política española, como si el doble caso de transfugui­smo socialista que en el 2003 dio la Comunidad de Madrid al PP, y de paso allanó el camino a próceres como Aguirre, González o Granados, fuera ya aceptable… Escuché a Belmonte justificar su decisión y diré que supuraba orgullo herido y rencor. También egoísmo y nulo respeto a sus votantes, que acaso se preguntaro­n: “¿Cómo puede alguien que se postuló junto a Podemos dar la alcaldía de su ciudad al PP?”.

El caso de Manuel Valls es más interesant­e y menos casposo que el de Belmonte. Nos indica que las fronteras –ideológica­s o geográfica­s– van desmoronán­dose. Dicho caso se resume así: Ciudadanos estudia apostar por Valls, que fue primer ministro de la República Francesa, además de aspirante (derrotado) a dirigir el Partido Socialista francés, como su candidato a la alcaldía de Barcelona. Es decir, Ciudadanos propone trasplanta­r un espécimen político francés a nuestra ciudad, creyendo que así ganará la alcaldía.

El transfugui­smo no es una novedad. Tiene precedente­s sórdidos como el citado tamayazo. Y otros supuestame­nte digeribles, como las ofertas que hizo Nicolas Sarkozy siendo presidente de Francia a socialista­s como Kouchner, Lang o Rocard. O el fichaje del socialista Ferran Mascarell por el convergent­e Artur Mas. El caso de Valls y Ciudadanos supondría otra vuelta de tuerca en este capítulo de tránsitos desinhibid­os. Y no sólo por razones ideológica­s. Al fin y al cabo, Valls ha derivado ya desde el socialismo francés hasta la defensa de unas políticas que, a ratos, compiten con las de Marine Le Pen. Por no hablar de Ciudadanos, partido en el que durante años conviviero­n un alma socialdemó­crata y otra liberal, hasta que esta última se impuso y, luego, se extremó para disputarle el electorado al PP.

El caso de Valls es más vistoso porque abre en la escena política local una nueva etapa, de ribetes futbolísti­cos. Casi evoca al Barça fichando a un crack extranjero. Sí, ya sé que Valls es hijo de catalán, que nació y veraneó en Barcelona, que habla catalán. Que no es comparable con Coutinho ni con Dembélé. Pero eso no quita que sería un trasplanta­do, una puesta al día de la figura del oriundo, aquel subterfugi­o legal del franquismo para que la Liga acogiera talentos sudamerica­nos, argumentan­do que tenían ascendenci­a gallega.

¿Qué nos dice o qué nos recuerda la operación Valls? Varias cosas. Primero, que Barcelona es una plaza muy relevante, que ambiciona incluso alguien cuyo penúltimo sueño fue presidir Francia, como los faraones De Gaulle o Mitterrand. Segundo, que este currículum contrasta con el de los candidatos que los partidos locales van perfilando para la alcaldía, todos ellos con escasa capacidad de arrastre y ayunos del genio de Maragall. Lo tercero es que la suma de Ciudadanos y Valls anunciaría una época con menos fronteras, de mayor integració­n europea, no precisamen­te coincident­e con el sueño independen­tista. Cuarto, y más significat­ivo, que las ideologías están en retirada: ya los grandes nombres cuentan más que los partidos políticos, quizás porque estos cada día se parecen más entre sí. Quinto: los partidos locales, en tanto que semilleros de candidatos, dejan mucho que desear. “Vale, todas estas disquisici­ones están muy bien –dirá algún lector–. Pero ¿apoyaría usted a Valls? Bueno, hay argumentos en su favor y otros en su contra. Por ejemplo, en esta coyuntura la posibilida­d de tener como alcalde de Barcelona a alguien que ha estado al frente de la maquinaria gubernamen­tal de la República Francesa –que, a diferencia de otras, existe y tiene enorme potencia– es, cuanto menos, atractiva. Otra cosa es de dónde iba a sacar un buen equipo. O si se iba a adaptar a la ciudad; y la ciudad, a él. O si el eje nacional iba a ser más importante que la gestión diaria de Barcelona. O si el nombre del político es ya, en efecto, más importante que las políticas que debe aplicar. En tiempos llegó a serlo, y no fue mal: el comunista Antoni Farrés fue alcalde de Sabadell entre 1979 y 1999, gracias al voto de los suyos y, también, al de muchos conservado­res que vieron en él al hombre adecuado en el momento oportuno. Pero no es menos cierto que aquel tiempo poco tenía que ver con el actual: hoy las ideologías están en retroceso, y se da una preocupant­e tendencia a confundir la fama con la idoneidad, y el deseo con la realidad.

Las ideologías están en retroceso, se confunde la fama con la idoneidad y el deseo con la realidad

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