El sagrado campo de batalla
El régimen iraní organiza peregrinaciones a los escenarios de la guerra con Irak para exaltar el patriotismo y reforzarse
Através de un camino de tierra que se eleva entre lagos artificiales de donde brotan filas de varas de hierro en forma de erizo, las caravanas de peregrinos hacen su entrada en Shalamcheh. Entran en fila, siempre siguiendo grandes banderas rojas y verdes, como si fuera una marcha triunfal. Muchos vienen descalzos en homenaje a los que murieron en este frente de batalla, el más letal de la guerra entre Irán e Iraq en la década de los ochenta.
Consideran que esta tierra es sagrada. El escenario evoca a un set de película con trincheras, defensas alambradas y decenas de tanques oxidados abandonados. Por momentos, cuando el grupo que hace su entrada es de mujeres, los chadores que las cubren crean el efecto de una mancha negra. En otras, trajes color caqui que identifican a los milicianos, conocidos como basijis, se mimetizan con el entorno. Sus cánticos son tan altos que resuenan en este desierto que limita con Irak.
Forman parte del Rahiane Nour, la gran peregrinación anual organizada por las instituciones militares y religiosas iraníes a los lugares emblemáticos de guerra. Se calcula que cada año más de un millón de personas llegan en autobuses desde todo el país para visitar los frentes del sur de Irán, en la provincia del Khuzestan, en el periodo conocido como Nouruz en el que los persas celebran su año nuevo.
“Karbala, un simple saludo”, dice un cartel que se levanta en la línea fronteriza. La mítica batalla de Karbala –en la que fue asesinado el nieto del profeta Mahoma, Husein, y que marcó definitivamente la división entre las dos grandes sectas del islam–, es tomada como ejemplo por los clérigos y ex combatientes que lideran cada uno de estos grupos. Con la misma retórica con que se narra el martirio del imán Husein durante la celebración de la Ashura –días en que los chiíes recuerdan su calvario y muerte–, estos oradores reconstruyen los duros momentos que vivieron las fuerzas iraníes durante esta guerra cuyo recuerdo ha sido cuidadosamente alimentado por los líderes de la revolución desde la firma del alto el fuego hace 30 años.
El sacrificio de quienes lucharon y murieron en esta guerra conocida localmente como la “guerra impuesta” es recordada sistemáticamente por el régimen tanto en sus discursos oficiales como en las mezquitas y en su iconografía. Las imágenes de los mártires están presentes en cada población. Y tanto las familias de los muertos como los excombatientes son los principales pilares sobre los que se ha construido la República Islámica. De ellos surge la gran base que defiende, sin cuestionamientos, los principios el sistema.
Frente a un grupo de al menos 200 milicianos sentados en medio del desierto, Ahmad Panahian, reconstruye una de las batallas que se vivió en este frente. Para ellos tiene la categoría de estrella.
Los más jóvenes lo persiguen para hacerse fotos y sus discursos son grabados y transmitidos en canales religiosos. Algunos de los basijis que lo acompañan han peleado en Siria y otros, dicen, desearían hacerlo. “Cuando tenía la edad de estos jóvenes yo estaba aquí, peleando. Tenía 13 años cuando vine a la guerra”, explica.
“Nuestra vida entonces en estos frentes estaba llena de regocijo”, asegura Panahian frente a su público. Sus palabras tienen como objetivo promover entre sus discípulos ese mismo sentimiento que movilizó a millones de iraníes a presentarse como voluntarios para pelear en esa guerra. A falta de armas, los iraníes recurrieron a su capital humano. Muchos de los movilizados eran bastante jóvenes.
Las cifras no son claras, pero se considera que entre ambos bandos habrían muerto al menos 500.000 combatientes, más del 60% iraníes. Hay versiones que hablan de un millón en total. Lo cierto es que, tres décadas después, los iraníes todavía siguen repatriando cuerpos de aquel conflicto que comenzó poco después de la victoria de la revolución islámica en 1979.
Sadam Husein, el hoy derrocado y ejecutado exdictador iraquí, atacó a Irán en 1980 movido, entre otros motivos, por el miedo a las amenazas del ayatolá Jomeini de exportar la recién creada revolución islámica al mundo entero. Sadam, un suní que imponía su ley frente a una población de mayoría chií, temía que este sector que representa alrededor del 60% de la población iraquí se viera influenciado por estos nuevos aires que llegaban del vecino Irán. También tenía sus intereses económicos en esta región, de donde proviene la mayor parte del petróleo iraní.
“No fue sólo Sadam. Lo apoyaron cuarenta países más”, repiten sistemáticamente cada uno de los visitantes y organizadores. Las banderas de Estados Unidos, Israel y el Reino Unido se despliegan en muchos lugares para ser pisadas por los peregrinos.
Fateme ha llegado con sus dos hijos desde Tabriz, en el norte de Irán, y asegura que es la tercera vez que trae a su hijo de sólo cuatro años. Quiere que entienda desde pequeño el valor del sacrificio de los mártires y quiera ser como ellos en el futuro.
Unos kilómetros más al sur, donde las aguas de los ríos Tigris y Éufrates se han unido, otros grupos de peregrinos caminan por los humedales que bordean esta zona conocida como Arvand Kenar, uno de los frentes más difíciles de aquella guerra. “Los pies se enterraban y el agua era tan salada que ardía la piel”, explica Nasser Hamad, que define a este frente como el infierno. Al otro lado del río Arvand está la península de Al Fau, que los iraníes tuvieron en su poder más de dos años. Un logro que fue fundamental para Irán, pues es el único acceso de Irak a aguas del golfo.
“Yo tenía a mi cargo una de estas pequeñas lanchas de motor”, recuerda frente a su familia Hamed, que llegó a este frente cuando tenía 15 años. Una noche, cuenta, tuvo que traer tres heridos que habían sufrido ataques químicos. Cuando llegó a tierra y se acercó a mirar a uno, vio que la piel de su rostro se había desprendido. “Sentí mucho miedo”, explica al recordar con horror los ataques químicos que Sadam ordenó al final de la guerra.
Mohamed es uno de los más de doscientos mil habitantes de Khorramshahr, ciudad que las tropas de Sadam invadieron. Más del 90% quedó destruida.
“Volví tres años después del fin de la guerra y la ciudad estaba en ruinas, no había ni siquiera agua. Ha sido la misma gente la que la ha reconstruido”, dice Mohamed. Recuerda que Khorramshahr era una de las más desarrolladas de Irán. Como lo era el resto de la región. Pero eran otros tiempos. Aquí, 30 años después las heridas siguen abiertas.
Los excombatientes y las familias de los caídos son los principales pilares de la República Islámica
“No fue sólo Sadam, lo apoyaron cuarenta países más”, repiten tanto visitantes como organizadores