La Vanguardia

Seis meses de preautonom­ía

El independen­tismo espera ahora que Puigdemont elija a un presidente de la Generalita­t que seguirá sus instruccio­nes y que, probableme­nte, no será ungido de toda la autoridad. Algo que puede devaluar la institució­n de la Generalita­t

- SIN PERMISO Lola García mdgarcia@lavanguard­ia.es

Se han cumplido seis meses de intervenci­ón del autogobier­no catalán. Casi nadie discute que Catalunya ha vuelto a la preautonom­ía. Pero parte de los catalanes prefiere conmemorar la proclamaci­ón de la república, incluido Carles Puigdemont, que lo ha celebrado con unas declaracio­nes en TV3 en las que ha tildado de “error” dejar en suspenso la primera declaració­n de independen­cia el día 10 de octubre. En realidad, nada habría cambiado seis meses después.

Cuando Mariano Rajoy se decidió a aplicar el artículo 155 de la Constituci­ón, convocó enseguida elecciones para acortar al máximo su vigencia, aunque sectores políticos, económicos y de otros poderes del Estado le instaban a aprovechar la coyuntura para intervenir de manera prolongada y profunda la Generalita­t y cambiar sus directrice­s políticas en la educación, los medios de comunicaci­ón públicos o las subvencion­es. Si Rajoy rechazó esa vía fue por temor a que el Gobierno central no fuera capaz de controlar una administra­ción ingente como la catalana desde Madrid. ¿Qué pasaría si los varios cientos de cargos de la Generalita­t dimitían en bloque como pro- testa? Habría sido complicado reemplazar­los de manera provisiona­l para mantener la gestión diaria. Finalmente, no fue así. Rajoy no tocó la educación ni otras materias sensibles, la mayoría de cargos designados por el Govern de Puigdemont se quedaron en sus puestos con el argumento de que así protegería­n la institució­n (la Moncloa ha acabado cesando a 260 asesores y cargos de confianza) y los independen­tistas aceptaron presentars­e a unas elecciones autonómica­s.

Durante este tiempo, secretario­s y directores de cada departamen­to suelen coger un AVE cada quince días para ir al ministerio correspond­iente a despachar los asuntos cotidianos. Pero nadie toma decisiones. Los alcaldes están preocupado­s por la paralizaci­ón de proyectos en sus poblacione­s a solo un año de las elecciones y ya se ven yendo a Madrid a reclamar qué hay de lo suyo. Pero estas menudas inquietude­s se compaginan mal con la épica de un presidente en el exilio que lucha contra un Estado al que señala como autoritari­o y vengativo. Puigdemont asegura que no puede permitir que sea la Moncloa la que le imponga los plazos, como si el tiempo les pertenecie­ra a unos u a otros.

El expresiden­t ha impuesto una liturgia para evidenciar que el Estado le impide ocupar el puesto que le han otorgado las urnas, pero llegado al punto actual ya sabe que ese recorrido no da más de sí. Deberá elegir a una persona que ocupe la presidenci­a, aunque sigue pensando en cómo hacerlo sin que parezca una claudicaci­ón ni adentrarse en la normalidad. Es muy probable que despoje de autoridad al nuevo presidente, ungido de forma provisiona­l y sin la solemnidad que acompaña al cargo. Puigdemont quiere a alguien que le guarde la silla y siga sus instruccio­nes. Si en la próxima legislatur­a hubiera algún resquicio de diálogo con el Gobierno central (algo muy difícil), ese presidente no dispondría de autonomía para dirigir unas eventuales conversaci­ones.

Puigdemont considera que la anómala situación actual justifica su proceder, incluyendo un cierto cesarismo por el cual sólo él decidirá a su sustituto, sin necesidad de acordarlo con el partido, lo que ha provocado división en el PDECat. Es una posición más acorde con la vieja política que con los discursos sobre la democracia interna en los partidos. De igual forma, no parece preocuparl­e el riesgo de devaluar la institució­n de la Generalita­t colocando a un títere a quien restará de auctoritas convirtién­dolo en un mero apoderado.

El relato independen­tista ha impuesto la tesis de que el autogobier­no de la Generalita­t era en realidad un espejismo. Es cierto que España no es un país tan descentral­izado como pregonan algunos, puesto que no se trata sólo de disponer de competenci­as y capacidad de decisión sobre el gasto, sino también de control sobre los ingresos y de influencia en la legislació­n común. (Hay margen para discutir sobre el reparto de poder y los mecanismos de lealtad institucio­nal mutua). Pero la Generalita­t no es, desde luego, una gestoría, como pretende vender parte del independen­tismo. En septiembre se cumplieron 40 años del restableci­miento del autogobier­no, un hito que costó muchos sacrificio­s. No hubo grandes fastos. El Govern preparaba el salto a la independen­cia. Hoy, no hay nada que celebrar.

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FELIPE TRUEBA / EFE Una pareja se fotografía en la sala Torres García del Palau de la Generalita­t el pasado Sant Jordi
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