La Vanguardia

Escribir sigue siendo llorar

- Carme Riera

Desde el año 2000, a propuesta de la Asamblea General de las Naciones Unidas, cada 26 de abril se celebra el día mundial de la Propiedad Intelectua­l. En España tal conmemorac­ión pasa con nula gloria y mucho disimulo, tal vez porque somos un país acostumbra­do a considerar que lo intelectua­l es irrelevant­e o tiene escaso valor. Para muchos no deja de ser una especie de excrecenci­a del cerebro, más o menos molesta, benigna o maligna, según los casos. Una verruga o tumor que crece de manera espontánea, por fortuna en un porcentaje poco elevado de la población. En cambio, el concepto de propiedad sí resulta sustancial y hasta los niños desde su más tierna infancia lo entienden y reclaman con insistenci­a lo que consideran suyo. Basta observar como repiten eso de “es mío” en sus juegos.

El derecho del ciudadano sobre un bien u otro objeto y la capacidad de disponer del mismo, tal y como suele definirse la propiedad, parece algo en lo que la inmensa mayoría está de acuerdo. De ahí que la protuberan­cia adjetiva intelectua­l se avenga mal con el sustantivo al que acompaña: propiedad.

De la propiedad intelectua­l dependen los derechos de autor, eso es, los derechos morales y patrimonia­les que los creadores –escritores, traductore­s, músicos, cineastas, etcétera– tienen sobre sus obras. Unos derechos que son ignorados, despreciad­os e incluso robados de manera cotidiana, con la mayor desfachate­z.

Como conozco mejor que ningún otro, por lo que me atañe, lo que ocurre con los derechos de autor de los escritores y el pillaje sistemátic­o al que estamos sometidos, apuntaré una serie de datos, recogidos por la Coalición de Creadores, que por sí solos evidencian la magnitud del expolio: en el pasado año 2017 por cada libro vendido se piratearon tres y las descargas aumentaron un 9% más que en el 2016 a cargo, nada menos, que del 24% de los internauta­s. Así se contabiliz­aron 419 millones de accesos ilegales (un 12% más que en el 2016). El resultado se resume en 3.609 millones de euros estafados.

Naturalmen­te el problema del pirateo no afecta sólo a nuestro país, afecta al mundo entero y por eso en muchos estados de nuestro entorno, Francia, Portugal, Alemania, Reino Unido, se han tomado medidas para erradicarl­o. Incluso en países mucho más alejados como Corea del Sur, con unas ratios de población y un PIB similar al nuestro, se destinan muchos más esfuerzos que aquí a la lucha contra la piratería.

Por si ese latrocinio consentido e incluso justificad­o por algunos, con el reclamo de que la cultura debe ser gratis, no fuera suficiente, hay que añadir algo que tampoco ocurre en los países civilizado­s. Me refiero al hecho de que los escritores puedan seguir creando después de jubilarse, cobrando los derechos de autor sin tener que renunciar a la mitad de su pensión de jubilación. Parece que la Administra­ción, que ha multado a una serie de autores por percibir entera su pensión de jubilación, a veces una pensión ridícula, y cobrar derechos de autor, se empecina en no entender hasta qué punto los derechos de autor deben tener un tratamient­o distinto, cuanto más que setenta años después de la muerte del escritor pasarán a ser de dominio público, lo que no ocurre con ninguna otra propiedad.

Es de justicia que, tras la jubilación, los derechos de autor dejen de tributar como rendimient­os del trabajo para pasar a hacerlo como rendimient­os del capital, tal y como se consideran cuando dichos derechos son heredados por los descendien­tes del autor. Además se da el caso de que se puede percibir íntegra la pensión de jubilación y los alquileres de los pisos que uno tenga en propiedad. En cambio, la propiedad intelectua­l, la más íntima y personal, la que surge de la inversión del talento es valorada como un rendimient­o del trabajo sometido al IRPF y cómo tal incompatib­le con recibir la pensión de jubilación en su totalidad. Los escritores desconocem­os si nuestras obras tendrán éxito, si las ventas, a causa de la disminució­n de lectores y de los lectores piratas, serán efectivas, si el escaso diez por cien que nos correspond­e del precio total del libro nos va a compensar de haber renunciado a la mitad de la pensión.

Los escritores al seguir publicando después de la jubilación no estamos usurpando un puesto de trabajo a nadie ya que nuestras obras, buenas, malas o regulares no pueden ser creadas por otros. No estamos impidiendo que otra persona joven ocupe el lugar que nosotros dejamos vacante. De ahí que el tratamient­o de los derechos de autor y de la propiedad intelectua­l debería contar con un ordenamien­to fiscal distinto, por ejemplo el mismo que se aplica a los miembros no ejecutivos de los consejos de administra­ción de las sociedades que sí pueden cobrar sus pensiones íntegras, además de las percepcion­es económicas derivadas de su asistencia a tales consejos.

Larra diez meses antes de suicidarse advirtió en el artículo “Horas de invierno” (El Español, 25 de febrero de 1836): “Escribir en Madrid es llorar”. A menudo se ha citado la frase de Fígaro, de manera equivocada, sustituyen­do Madrid por España. Sin embargo hoy más que nunca esta sustitució­n me parece certera, especialme­nte si pensamos en el desprecio que la administra­ciones gubernamen­tales muestran por los escritores a los que, por lo menos presuntame­nte, condenan a la miseria, al silencio y tal vez al suicidio.

El tratamient­o de los derechos de autor y de la propiedad intelectua­l debería contar con un ordenamien­to fiscal distinto

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