Plañideras y ‘groupies’ virtuales
Conozco a dos personas encantadoras que trabajan para un gran grupo editorial, apartado redes sociales, y cuyo cometido, según me explicaban el otro día, consiste en lo siguiente: crean perfiles falsos en la red, es decir, cada uno dirige a unas decenas, digamos, de falsos usuarios que, primero, hacen amigos, manifiestan sus gustos literarios, se crean una red y, luego, pasado un tiempo, lanzan desaforados elogios de los productos editoriales de ese grupo, incitando a su compra o lectura. Cosas como “¡qué libro más bueno! ¡No pude parar de leerlo!”, o “desde Harry Potter que una novela no me enganchaba tanto” o incluso “es mucho mejor que X, este realmente ha entendido de qué va el tema”. Porque también, como aquellas plañideras que la gente pagaba para llorar en los entierros, pueden ser requeridos para lamentar la baja calidad de los productos de la competencia aunque mis amigos, muy dignos, me aseguran que ellos eso no lo hacen.
Por eso no me sorprendió mucho –sólo un poco, porque no imaginaba la magnitud de la tragedia– escuchar, el pasado jueves, en el Congreso de Periodismo Cultural celebrado en Santander, a la experta Marta Peirano desgranar los mecanismos con que algunas grandes empresas –básicamente, de EE.UU. y Rusia– intentan manipular a la opinión pública, usando para ello los ingentes datos que millones de usuarios hemos regalado a Facebook, Google y otros gigantes. Para difundir ciertas ideas falsas –como que Obama es musulmán– se centran en aquellas personas que han detectado, espiando su conducta y búsquedas en las redes, que son más susceptibles de morder el anzuelo de una teoría conspiranoica. A mí, cuando me venían con la cantinela de los espías y bots rusos, siempre pensé que exageraban pero, tras haber escuchado atentamente tantas evidencias, ahora hasta sospecho del camarero que me sirve un café con leche mientras mira de reojo lo que escribo. ¿Será, en realidad, un agente moscovita?
Me van a permitir que no identifique a mis amigos ni al gran grupo editorial que contrata sus servicios. No me gustaría que, por mi culpa, en este mundo laboral precario que les hace –y nos hace– cada vez más vulnerables, perdieran una de sus fuentes de ingresos más estable. Pero sí es mi deber advertirles de que estas cosas suceden para que, a la hora de buscar prescriptores, o recomendaciones culturales, no les den gato por liebre. Y que, si sus decisiones políticas cambian debido a un impulso emocional por algo que han visto de repente, se hagan esa pregunta clásica del viejo periodismo: ¿y esto, a quién beneficia?