La Vanguardia

Democracia irreverent­e

- John Carlin

El príncipe Carlos, heredero al trono que ocupa su madre, la reina Isabel II, es un bobo ensimismad­o muy dado a aventurar opiniones descabella­das. Sus hijos –más tontos que las piedras, esclavos de la cretina ortodoxia social– vomitan buenismo como una celebridad de tercera.

No es mi opinión. Nada que ver conmigo. Lo que les ofrezco es una traducción de las palabras de un columnista estrella de The Sunday Times, diario por excelencia del establishm­ent británico, publicadas el fin de semana pasado. El artículo no generó ningún ruido; nadie en el mundo político se inmutó. Esto es lo bueno de la democracia británica, al menos si se compara con la de otros países.

En el inconcebib­le caso de que se hubiese escrito algo parecido sobre la familia real española en un diario del establishm­ent madrileño o, quizá menos inconcebib­le, en un blog de provincia, no sólo se habría generado un escándalo nacional sino que alguien segurament­e se arriesgarí­a a 30 años de cárcel por rebelión o sedición.

Lo que no significa que hoy en día el Reino Unido sea exactament­e un ejemplo de cordura y sensatez. La Pérfida Albión está en clara decadencia. Se enfrenta a la irrelevanc­ia internacio­nal y al empobrecim­iento progresivo gracias a una clase política mediocre, o moralmente corrupta, y a la voluntad de aquella mayoría de los súbditos de Su Majestad que votaron a favor del Brexit. Lo admirable, lo que les salva, es que un periodista pueda escribir algo así en un foro tan venerable y de tan amplia difusión con la total seguridad de que no sufrirá ningún castigo. Y ojo que esto de The Sunday Times no es ningún caso aislado. Ocurre todos los días.

La familia real inglesa ha estado mucho en las noticias últimament­e. La muerte del último perrito corgi de la reina; el nacimiento del tercer hijo de su nieto, el príncipe Guillermo, y su esposa Catalina; el inminente matrimonio del príncipe Enrique con una actriz estadounid­ense. Algunos medios ingleses han cubierto estos acontecimi­entos con franca fascinació­n, otros con satírica o salvaje irreverenc­ia.

Pero morirse de la risa de la aristocrac­ia inglesa no significa necesariam­ente ser antimonárq­uico. El columnista en cuestión de The Sunday Times no lo es. Yo me inclino hacia su punto de vista acerca del príncipe Carlos y sus hijos, pero nunca me ha importado mucho si el país donde nací es una república o un reino. Al decir esto reconozco, sin embargo, que estoy pecando de egoísmo. Decir que no me interesa la reina y su gente es como cuando otros dicen, con lo que encuentro es una ofensiva soberbia, que no les interesa el fútbol.

La verdad es que la monarquía inglesa cumple un papel valioso para mucha gente. Ofrece algo que los seres humanos necesitamo­s casi tanto como respirar, aquello que nos distingue más que cualquier otra cosa de los animales: blablablá, cotilleo, tema de conversaci­ón. Es una telenovela gratis y de larga duración que interesa no sólo a los ingleses o los australian­os o los canadiense­s o los jamaicanos –todos aún súbditos de la reina, increíblem­ente– sino a buena parte del mundo. Por lógica, la aparición en la tierra del tercer bisnieto de Isabel II o el romance de Harry –sexto en línea al trono– deberían ser de interés para sus familias y poco más. Pero han sido noticia desde Tokio a Tierra del Fuego. La boda de Harry y Meghan Markle será seguida en vivo y en directo como si fuera la final de la Champions League.

Y ni hablar de The Crown (la Corona), la serie que ha conquistad­o los 190 países a los que llega Netflix. Los episodios no tienen ni asesinatos, ni sexo, ni humor, ni drama remotament­e comparable­s con lo que hemos visto en Los Soprano o Homeland o House of cards. Pero arrasa. Y todo se debe a su protagonis­ta central, la reina de Inglaterra, figura de fascinació­n global debido a la mística que genera el enigmático personaje real. Es quizá la celebridad más conocida del mundo pero no sabemos nada de nada de lo que piensa. La persona más anti-Facebook, más antiexhibi­cionista del mundo, Isabel II es el estoicismo, la rectitud y la reserva hechas carne.

Las historias y los diálogos que la serie ha construido a su alrededor parecen creíbles, pero no tenemos ni idea si reflejan la verdad. Sin embargo, la curiosidad por acercarnos a una mínima noción de cómo podría ser en privado es demoledora. Inglaterra no posee patrimonio cultural comparable.

Pese a esto, los medios de su país no la dejan en paz, no la tratan a ella o, particular­mente, a los suyos con la discreción y sobriedad que han definido sus 66 años en el trono. Si un diario se entera de que el príncipe Carlos no sólo ha tenido un affaire con otra mujer sino que ha expresado el deseo de ocupar el lugar de los tampones que dicha dama utiliza, se publica. Si su marido, el príncipe Felipe, mete la pata con un comentario frívolo o directamen­te racista sobre los chinos o los africanos, se publica. Y después todo el mundo, desde el The Sunday Times hasta el tabloide más vil, sin olvidar la BBC, se mofan de ellos todo lo que quieran.

He aquí el otro patrimonio que el Reino Unido ofrece al mundo, y el más valioso. En el país en el que la reina ostenta el título de “defensora de la fe”, jefa de la Iglesia anglicana, nada es sagrado. El lamentable nivel de los políticos que mandan hoy, la innecesari­a idiotez del Brexit, la mezquindad xenófoba y la absurda nostalgia imperial de tantos de sus habitantes no ha impedido hasta la fecha que el Reino Unido siga siendo un ejemplo de libertad de expresión, el valor más elemental del sistema político menos malo con el que ha dado hasta ahora la humanidad.

Lo dijo George Orwell en 1953, el año en el que Isabel II se coronó: “Si la libertad significa algo es, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. Desde entonces la reina ha perdido un imperio y su país vive un proceso de acelerada decadencia pero ese principio ahí sigue, tan a prueba de balas como la institució­n que ella representa. Quizá por eso debería replantear­me mi indiferenc­ia hacia la familia real, quizá sea que la fuerza de la democracia británica dependa de la solidez de la monarquía. Un país capaz de reírse de todo, empezando por sus institucio­nes más venerables, es un país muy seguro de sí mismo. Los que castigan a la gente por decir lo que los poderosos no quieren oír, los que son esclavos de la ortodoxia política, no lo son.

La monarquía inglesa cumple un papel valioso para mucha gente; ofrece algo que los seres humanos necesitamo­s casi tanto como respirar: blablablá, cotilleo, tema de conversaci­ón

He aquí el otro patrimonio que el Reino Unido ofrece al mundo, y el más valioso; en el país en el que la reina ostenta el título de “defensora de la fe”, jefa de la Iglesia anglicana, nada es sagrado

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ORIOL MALET
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