El ADN del 68
El capitalismo demostró su capacidad para incorporar una revolución moral
Tenía 55 años y llevaba dos décadas impartiendo literatura italiana en la Universidad de Turín. Giovanni Getto podía hablar en clase tanto de Dante como de autores del XIX. Pero ya no lo soportaba. La gota que colmó el vaso cayó el día que explicaba la Jerusalén liberada de Tasso. Alumnos con el pelo largo le dijeron basta de tradición. Exigían cambios en el temario, exigían que los autores comentados fueran Che Guevara y
Ho Chi Minh. Querían revolución. Lunes 12 de mayo de 1968. Cuando volvió a casa, el catedrático, abatido, se cortó las venas y saltó por la ventana. Aquel mismo día, después de una semana de disturbios, en Francia se vivía una huelga general y una enorme manifestación recorría las calles de París. La pancarta de la cabecera la suscribían trabajadores, estudiantes y profesores. Hablando de la situación política, que parecía crítica, el corresponsal de La Vanguardia –el aristocrático Tristán La Rosa, viviendo una segunda juventud mientras descubría la playa bajo los adoquines– cerraba su crónica con un apunte lírico: “La popularidad del régimen vuela bajo, como las golondrinas antes de la tempestad”.
En plena edad de oro del capitalismo, de Praga a las protestas contra la Guerra del Vietnam en los campus californianos, parecía que el mundo estuviera en llamas (por decirlo con palabras de uno de los intelectuales de aquel momento tumultuoso, Hans Magnus Enzensberger). Por el Occidente socialdemócrata se extendía la sensación que descargaría una fuerte tormenta y el orden establecido –en todos los ámbitos, individuales y colectivos– quedaría trastocado. El fuego lo encendían los jóvenes que habían crecido después de la II Guerra Mundial. Incluso en la España franquista. Al cabo de tan sólo seis días, el 18, Raimon cantaba en la facultad de Ciencias Políticas de Madrid. Lo había organizado el Sindicato Democrático de Estudiantes. Entre el gentío, la nota y el sonido más las porras y los caballos de los grises, durante unas horas se vivió una experiencia de ruptura liberadora. Aquel espíritu Raimon lo transmutó en canción: “Qui ha sentit la llibertat té més forces per viure”. Quizás este sea el ADN esencial de la mayoría de las revoluciones del 68.
Rompiendo esquemas heredades de tiempos de penuria, se expandía la libertad moral de los que participaban en aquella comunión disidente. Se agrandaba una fractura generacional cada vez más profunda. El vacío entre una y otra lo había provocado, más que nada, la explosión de una mina hedonista que hacía reventar la gris moral de la represión y aceleraba el cuestionamiento de toda forma de autoridad. Pero aunque la escenificación revolucionaria tuvo una ambición y una retórica políticas, el resultado no fue la anhelada sustitución del sistema dominante. El capitalismo tenía capacidad para incorporar una revolución moral, pero las revoluciones políticas eran disueltas en el sí de las democracias consolidadas. “No fui el único en tener la sensación de que nos encontrábamos en un barco que se hundía. Naturalmente, nadie lo quiso reconocer”, ha escrito Enzensberger. Esta también fue una de las lecciones del 68, con su resaca de violencia.
La explosión hedonista reventó la gris moral de la represión y cuestionó toda forma de autoridad