Historias de los que no se van
A pesar de la megafonía del desastre procedente de EE.UU., también hay cubanos dispuestos a trabajar desde dentro
El efecto tres ruedas.
Todo arranca en la zona de llegadas de la terminal internacional del aeropuerto de La Habana. “A los cubanos nos gusta la paquetería”, afirma el taxista Guillermo Soler García, descendiente de mallorquines, chinos, catalanes y franceses.
–¡Usted es un atlas!
–Ya lo digo yo, en esta isla estamos todos mezclados.
El término paquetería lo utiliza a la vista de la cantidad de cacharros que cargan los recién llegados en el vuelo de Miami.
Según cuentan, los aviones procedentes de México aún son más espectaculares. Aseguran que van repletos de mulas, de enviados para cargar de todo a la vuelta. Y dicen que se ha puesto peligroso, que las bandas mexicanas les esperan para darles el palo porque saben que esos cubanos llevan mucho dinero en efectivo.
“Cuba ha cambiado mucho desde que empecé en esta tarea. Vienen los que se marcharon y tú te puedes sentar en la terraza de un restaurante y comer lo que te apetezca o platicar sobre lo que quieras”, señala el taxista.
Deja ir una mueca. “Pero hay cosas que siguen igual. Sabes, si vas fuera puedes traerte tres gomas, tres llantas para el coche”. –¿Y la cuarta?
–No puedes. Sólo tres. Ni la cuarta ni la de recambio.
–¿Y eso?
–No lo sé. Le doy vueltas y más vueltas y no lo entiendo. Simplemente me parece absurdo.
Una sensación similar al efecto tres ruedas experimentan Leo Canosa, de 42 años, y Ailed Duarte, de 36. Este matrimonio es el responsable de La Marca, un estudio y galería dedicados al tatuaje. Su negocio, ubicado en el corazón de la Habana Vieja (calle Obrapía), no es legal. Ni ilegal.
Al regular los establecimientos que se podían abrir por cuenta propia –de ahí la denominación de cuentapropistas que recibieron con el aperturismo del régimen–, las autoridades hicieron un listado. Se olvidaron de incluir la materia de la piel como lienzo.
En ese limbo, Ailed sostiene que nunca han sufrido trastorno alguno. Trabajan con total normalidad. Su fama está reconocida. Viajan por el mundo.
La situación presenta un inconveniente. Carecen de licencia de importación. “El material lo traemos con nuestro equipaje”, indica. “Jamás hemos tenido problemas en la aduana, no metemos grandes cantidades y queda claro que no pretendemos vender”.
Si Ailed lleva la gestión y la comunicación, Leo es el artista y el jefe del grupo de colaboradores. Empezó en los noventa, una época en la que en las calles de La Habana no se visualizaban tatuajes a colores, como una pieza de arte. A él le inspiraron las películas y las revistas con famosos, que lucían cuadros en sus epidermis.
Hoy son pioneros en Cuba y les gustaría que su negocio se legalizase. Sin embargo: “Nunca nos hemos planteado irnos, no sentimos esa necesidad”, subraya Leo.
“Siempre hemos sobrevivido a las crisis. Ni ricos ni pobres. Y soy cubano, me encanta mi cultura”, reitera. Centra en la economía, no en la política, la gran razón para buscar nuevos horizontes. “No creo que haya mucha diferencia”, replica sobre la reciente cesión del mando de Raúl Castro a Miguel Díaz-Canel. “No juzgo a los que se van ni a los que pretenden hacerlo –matiza–, pero si pretendes transformar las cosas, hay que luchar desde dentro. Lo fácil es irse, quitarse de en medio”.
Su voz pone sordina al potente megáfono propagandístico enfocado hacia aquí desde Estados Unidos, con Florida como gran vocero del desastre cubano. La Mayor de las Antillas está conformada por diversidad de aristas.
No lejos de Obrapía, a distancia de paseo, en el callejón del Chorro se ubica el Taller de Artes Gráficas. Como si fuera un imán, Luis Lamothe Duribe, puesto en pie, irradia atracción. Tal vez sea por su sonrisa en cinemascope.
“Yo soy artista y voy a seguir aquí aunque venga el capitalismo”, proclama. “Cuba ha mejorado un poquitico. No es lo mejor ni lo peor, pero tira hacia lo mejor”.
Su obra exhibe una singularidad. Su imagen, su testa despejada, aparece en sus cuadros, sea junto a monumentos físicos o humanos como Marilyn Monroe. –¿Cuestión de ego? –Imito a Hitchcock. Lamothe es otro de los que han salido por razones artísticas y ha regresado. “En todos estos años se ha ido un millón de cubanos, pero ahora hay muchos que se están repatriando”, recalca.
En una caminata más larga, en el barrio de Habana Centro, se llega al hogar y estudio de Isnay, de 37 años y más conocido como Dj Jigüe, creador de Guampara, sello discográfico que evidencia que la diversidad de la música cubana trasciende al repetitivo son.
Empezó rapeando, impulsó el hip hop y se cultivó como pinchadiscos en una época en que no disponían de casi nada. Los primeros ordenadores, asegura, entraron gracias a los médicos, que “se los dejaban a sus hijos o sobrinos, o se los vendían”, confiesa.
Han sacado un par de discos y preparan otro para este 2018. “También representamos a la cultura cubana”, incide. Y apostilla: “Cuando me paso quince días fuera, empiezo a extrañar la dinámica cubana”. A pesar de absurdos como el efecto tres ruedas.