Vivir en dictadura
La muerte del dictador boliviano Luis García Meza trae a la memoria de Carles Casajuana sus vivencias de aquellos sucesos: “Para mí, la llegada a aquella capital sometida al terror era una aventura. Con la petulancia de mis veinticinco años, orgulloso de representar a un país democrático, me sentía invulnerable”.
Llegué a La Paz el 2 de agosto de 1980. Hacía cuatro meses que había ingresado en la carrera diplomática y Bolivia era mi primer destino. El país vivía horas turbulentas. El 17 de julio, el ejército, encabezado por el general García Meza, había derrocado el gobierno democrático de Lidia Gueiler y había instaurado una dictadura con el asesoramiento de los generales argentinos.
En el apartamento que heredé de mi predecesor, me esperaba la propietaria, la viuda de Marcelo Quiroga Santa Cruz, un carismático político de izquierdas asesinado hacía una semana. Enmarcado por los ventanales de la sala, se erguía el Illimani, una de las cimas de los Andes, entonces visible desde cualquier rincón de la ciudad. El piso estaba amueblado magníficamente: mi casera, viva estampa de la tragedia que sufría el país, me explicó que había aprovechado la partida de mi predecesor para poner los mejores muebles que tenía. Ocupándolo yo, estarían protegidos.
Para mí, la llegada a aquella capital sometida al terror era una aventura. Con la petulancia de mis veinticinco años, orgulloso de representar a un país democrático, me sentía invulnerable. Por la noche, había toque de queda, desde las nueve –a los pocos días, las once– hasta las seis de la mañana, y se oían los disparos de los paramilitares que, dueños y señores de la ciudad, aprovechaban aquellas horas para detener gente, saquear casas y cometer todo tipo de abusos.
Me acordé de todo esto el martes, al leer en la prensa la noticia de la muerte del dictador. De repente las imágenes de aquellos días se me agolparon en la memoria. García Meza fue presidente durante poco tiempo. El 4 de agosto de 1981 cayó víctima de las intrigas de los militares que le habían llevado al poder: probablemente, los narcotraficantes que habían financiado el golpe de Estado no estaban de acuerdo con la parte del pastel que él y su ministro del Interior, el temido coronel Arce Gómez, pretendían quedarse.
Durante las primeras semanas, muchos dirigentes, militantes y simpatizantes de los partidos democráticos buscaron refugio en las embajadas. La de México acogió a cientos. España no era parte del convenio que regía el derecho de asilo, y, por tanto, en teoría no podíamos hacerlo, pero el embajador y yo –era una embajada bipersonal, no había otros diplomáticos– también acogimos a unos cuantos. Yo tenía una fe ilimitada en la convención de Viena sobre las relaciones diplomáticas, que establece la inviolabilidad del domicilio de los diplomáticos, y nunca tuve la sensación de correr peligro.
Pero no todos abandonaron el país. El 15 de enero de 1981, a media tarde, un destacamento de paramilitares irrumpió en un piso de la calle Harrington, en el barrio de Sopocachi, no muy lejos de la embajada, y asesinó a todos los miembros de la dirección clandestina del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria). Sólo sobrevivieron dos personas: la única mujer convocada a la reunión, Gloria Ardaya, que se ocultó bajo una cama, y el responsable de la sección campesina del partido, Coco Pinelo, que llegó tarde a la reunión y que, al ver los
Al día siguiente de la matanza, un revolucionario me preguntó si podía dar asilo a Coco Pinelo; le buscaban para matarlo
jeeps sin placas característicos de los paramilitares, se cobijó a toda prisa en el apartamento de una amiga que vivía cerca.
Al día siguiente de la matanza, un miembro del partido me preguntó si podía dar asilo a Pinelo. En casa de su amiga no se podía quedar. Le buscaban para matarlo. Quedamos en que le esperaría en mi Toyota Land Cruiser delante del portal. Salió con una peluca y gafas de sol y al cabo de cinco minutos estábamos en el garaje de casa.
Yo entonces vivía solo y durante cinco o seis semanas me hizo mucha compañía. Era un hombre afable, de trato muy agradable. No le recuerdo especialmente traumatizado: vivía la situación con un fatalismo muy andino. Mientras yo estaba en la embajada, leía vorazmente. Le gustó mucho una novela de Vázquez Montalbán, Los mares del sur. Negociamos su acogida como refugiado en Suecia, pero no conseguimos que las autoridades bolivianas le dieran un salvoconducto para salir del país porque a los pocos días del golpe de Estado ya había obtenido uno: había ido a Lima y, viendo que el partido no le reconocía su condición de dirigente en el exterior por haberse exiliado sin permiso, había decidido regresar cruzando la frontera a pie por la Cordillera. Por eso, el Ministerio de Relaciones Exteriores se negaba a darle un nuevo salvoconducto. Por suerte, la embajada de Colombia se ofreció a hacerse cargo de él y a los pocos días logró sacarlo del país.
En 1993, García Meza fue condenado a treinta años de cárcel por aquella masacre. Escapó a Brasil, donde fue detenido al cabo de un año y extraditado a Bolivia. Murió el domingo de madrugada como tendrían que morir todos los dictadores: en la cárcel, después de una larga condena. El ministro Arce Gómez, que también fue condenado, continúa preso.