La Vanguardia

Fronteras

- RUEDO IBÉRICO Santiago Muñoz Machado

Acabo de volver de un viaje con finalidade­s académicas por varios países hispanoame­ricanos invitado por universida­des y diversas institucio­nes entre las cuales algún parlamento y cortes supremas. Es siempre emocionant­e comprobar el enorme afecto que conservan por España aquellas repúblicas, lo mucho que agradecen los contactos y acciones comunes y, en términos generales, el prestigio que se concede a nuestras opiniones e iniciativa­s. También es notable allí la preocupaci­ón por los desvaríos de la Madre Patria, cuando se producen.

A esta última clase pertenece la inexplicab­le decisión de incluir el español entre los programas de acción de la marca España, que ha sido unánimemen­te criticada y entendida como un intento de apropiació­n, con fines comerciale­s, de una lengua que es común a toda Hispanoamé­rica, y no propiedad de un Estado. No puede España usar el español como un producto mercantil e instituirs­e en accionista mayoritari­o de la sociedad hispanohab­lante.

He oído esta protesta en docenas de ocasiones y sólo he podido contestar que ha sido un error de comunicaci­ón. O un disparate.

Pero el tema recurrente, sobre el que más veces se me ha invitado a discurrir en público y en privado, ha sido Catalunya. En general tienen buena informació­n sobre el caso catalán. Hablo de los intelectua­les y personas cultas. La inmensa mayoría deplora las ocurrencia­s del independen­tismo y lamenta que España esté pasando por un trance tan doloroso. No conciben una España mutilada ni creen que puedan llegar a verla. Pero en los encuentros organizado­s específica­mente para hablar del problema, o en los interrogat­orios finales de cualquier conferenci­a, siempre ha aparecido algún individuo dispuesto a buscar razones por las que un territorio puede pretender la independen­cia del Estado al que ha venido pertenecie­ndo. Hay en América cierta sensibilid­ad hacia ese argumento porque determinad­os pueblos indígenas empiezan a utilizar el derecho de autodeterm­inación que le reconocen los convenios internacio­nales para pretender la constituci­ón de unidades políticas soberanas. He estudiado de cerca, en esta ocasión, las aspiracion­es de los mapuches chilenos y argentinos.

El fundamento mayor de la interpelac­ión que formuló en este sentido un profesor mexicano de Teoría del Estado fue la apelación a una evidencia:

Algunas de las fronteras que ahora delimitan los estados han surgido de dos terribles guerras mundiales que asolaron su territorio y dejaron millones de cadáveres

Quienes aspiran a convertir la república independie­nte de Catalunya en el único objetivo político tendrían que advertir de sus costes, que nadie está dispuesto a pagar

no siempre ha existido en el mundo el mismo número de estados. No puede pretenders­e que se haya llegado a establecer un mapa inamovible para siempre jamás. Le dije que su premisa era cierta e incluso que la conclusión era lógica y aceptable. Pero no tenía presentes algunos datos acerca de cómo se ha producido esa constatada variación de fronteras a lo largo de la historia. Las repúblicas americanas se formaron tras un costoso proceso de independen­cia de la metrópoli, dejando muchas vidas y desasosieg­os en el camino. Las variacione­s ulteriores de fronteras también han requerido confrontac­iones bélicas. Recordé el ajuste de la frontera mexicana con Estados Unidos, por no ir más lejos, o la consolidac­ión de las fronteras de este último país en una virulenta guerra civil.

En Europa las constituci­ones no conceden un derecho a decidir sobre la separación. Ninguna de ellas. El Reino Unido no tiene una Constituci­ón escrita al uso de los estados continenta­les y el Parlamento retiene allí la soberanía. Fue el Parlamento, en un momento de dominio de un gobierno con justa fama de insensato, el que permitió el referéndum de Escocia. Se considera, con esta excepción, en toda Europa, que la separación es una decisión constituye­nte que sólo el pueblo soberano puede aprobar; no una parte de ese pueblo.

Estas prevencion­es están enraizadas en el dolor y el desgarro que siempre han traído a los europeos los cambios de fronteras. Algunas de las que ahora delimitan los estados han surgido de dos terribles guerras mundiales que asolaron su territorio y dejaron en sus campos millones de cadáveres. Ni siquiera se ha salvado de este coste la última frontera establecid­a en Kosovo, surgida en tiempos asombrosam­ente recientes, cuando ya toda Europa se regía por principios democrátic­os. La alegre apelación a la declaració­n unilateral de independen­cia kosovar, que se ha invocado demencialm­ente como ilustració­n del camino que ha de seguir Catalunya, debería añadir, para ser honesta, alguna explicació­n sobre el hecho de que ha sido la muy sangrienta guerra de Serbia la que ha hecho posible que aquella independen­cia fuese proclamada y respetada. Lo recordaba hace pocos días el presidente de aquel nuevo Estado desestiman­do cualquier comparació­n con Catalunya.

Quienes aspiran a convertir la república independie­nte de Catalunya en el único objetivo político tendrían que advertir de sus posibles costes, que nadie, empezando por ellos mismos, está dispuesto a pagar. En este asunto cuesta ser valientes y sinceros. Mal están las ocultacion­es y disimulos al servicio de la causa pero, por lo menos, es necesario que el programa independen­tista, obcecado con lo imposible, no margine la acción ordinaria de gobierno. Está empezando a dar la impresión de que a los políticos independen­tistas no les interesa gobernar, o que no consideran importante­s las cuentas públicas, ni el progreso económico, ni los servicios sociales. La independen­cia, sostienen, vale más que ser un territorio rico y solidario. Pero si prefieren que los funcionari­os estatales, vía 155 de la Constituci­ón, gobiernen Catalunya por tiempo indefinido, van a acabar animando a la creciente masa de políticos y medios que no están dispuestos a consentir ni una sola concesión a los independen­tistas a que propongan una reforma constituci­onal para acabar con una autonomía menospreci­ada y en desuso. A medida que crece la intransige­ncia de los separatist­as se hace más fuerte y exigente la otra España cerril. Por fortuna, ambas fuerzas hostiles son todavía minoritari­as.

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