La hora de la verdad
Escribió José María Pemán –cito de memoria– que no deja de ser extraño que la expresión “la hora de la verdad” se haya extrapolado de la jerga taurina, haciéndose común en España como equivalente a “la hora de la muerte”. Resulta tremenda esta asimilación coloquial entre “verdad” y “muerte”, pero no deja de tener su justificación, porque parece ser cierto que la proximidad inexorable de un fin inminente hace ver con claridad la realidad de los hechos pasados, pone de manifiesto los errores cometidos cuando ya no hay remedio, y dibuja con claridad la que hubiese debido ser nuestra conducta. Digo esto porque temo que España –como realidad histórica y como entidad política– se esté aproximando a la hora de la verdad, es decir, a aquel momento en que, sin desaparecer –porque ello es imposible–, sí experimente una mutación tal que la convierta en algo muy distinto a como la conocemos y –muchos– la queremos.
Cuatro hechos –uno de larga gestación y tres recientes– justifican esta grave preocupación. Es el primero la forma como el Gobierno ha gestionado el problema catalán. He denunciado tantas veces su error que pereza me da reiterarlo, pero debo hacerlo de manera breve en estos términos: 1) Ha eludido sistemáticamente afrontar el desafío separatista con la ley como marco, la política como tarea y la palabra como instrumento. 2) Ha judicializado desde el comienzo el problema, presentando primero un malhadado recurso ante el Tribunal Constitucional, y fomentando luego que, ante su inacción inexplicable, jueces y tribunales hayan sentido la necesidad de asumir la defensa del Estado. El segundo hecho es la forma cómo se ha desarrollado en las últimas semanas la crisis estallada en la Comunidad de Madrid, con un desenlace en el que se ha mezclado lo más abyecto que pueda darse en la vida pública, con el corolario de la destrucción del adversario mediante una delación taimada. El tercer hecho son las declaraciones del ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, acerca de que no se ha destinado ni un euro de dinero público a la financiación del proceso separatista. Y el cuarto son las manifestaciones del ministro de Justicia, Rafael Catalá, arremetiendo de un modo directo y explícito contra el magistrado que firmó un voto particular en la reciente y cuestionable sentencia de la Audiencia de Pamplona. Las declaraciones del ministro de Hacienda me causaron asombro por mostrar una grave falta de cohesión en la acción de gobierno, al implicar una frontal discrepancia con la investigación policial. Y las palabras del ministro de Justicia me dejaron perplejo porque, más allá de la posible verdad de lo que dijo, no era tiempo, lugar ni forma de decirlo, si bien no estuvo solo en tal trance, ya que la magistrada Margarita Robles, portavoz del PSOE en el Congreso, lo ratificó en parecidos términos. Ambos desatinos son expresión del peor populismo, que no es el que surge en la calle, sino el que anida en las instancias del poder al calor del oportunismo.
Este último hecho podría ser la gota que colmase la paciencia de muchos ciudadanos al ver así arrastradas por el fango las instituciones del Estado, después de un largo periodo
España se acerca al momento en que, sin desaparecer, puede convertirse en algo distinto a como la conocemos y queremos
en el que la vida pública ha abundado en episodios de una inhibición calculada, de una corrupción rampante y de un populismo desatado. Un juez amigo me ha hecho estas preguntas: “¿Por qué crees que Catalá ha hecho este ataque? ¿Tiene que ver con la postura de Montoro?”. Esta ha sido mi respuesta: “Hay dos razones: una, segura, sumarse a la ola populista para intentar preservar el voto popular. Otra, posible, desmarcarse de los jueces, a quienes podría quizá atribuirse en el futuro la iniciativa de la represión (prisiones preventivas...). Si el presidente Rajoy no cesa a Catalá (cosa que no hará), esta segunda razón cobraría verosimilitud, y encajaría perfectamente con las declaraciones de Montoro, encaminadas al mismo fin: lavarse las manos. En este caso, la situación de España es de emergencia”.
Siempre me ha impresionado algo que se dijo de Manuel Portela Valladares, presidente del Gobierno que, tras su derrota en las elecciones de 1936 en las que venció el Frente Popular, se marchó sin más a su casa “dejando el poder en el arroyo”. Pero pienso que hay diversas formas de “dejar el poder en el arroyo”, una de las cuales es la que consiste en dejar pudrir los problemas…hasta que estos estallan como está sucediendo ahora. Por eso hablo de una situación de emergencia y por eso considero que, extinguida la credibilidad del Gobierno y agotada la confianza depositada en él, ha llegado el momento de que los ciudadanos dejen oír su voz y exijan las responsabilidades políticas que correspondan. Habría que ponderar la convocatoria de elecciones. Las nuevas fuerzas políticas tienen la ocasión de demostrar que la renovación es posible, facilitando incluso la del mismo Partido Popular. Por ello, la próxima votación de los presupuestos podría ser la ocasión de encauzar el problema. La esencia última de la democracia no es elegir a quien ha de mandar, sino valorar al que está en el poder.