Llegan los metecos
Pep Puig practica una narrativa Stanislavski, en la que el narrador es capaz de encarnar a sus personajes de ficción. Tras un debut notable, tardó casi una década en volver a publicar cuentos (L’amor de la meva vida de moment, L’Altra, 2015) y la novela con la que ganó el premio Sant Jordi La vida sense la Sara Amat (Proa, 2016), una historia de amor entre dos púberes que oscilaba entre la dulce blancura del bolado y la sugerencia elíptica del chocolate amargo. Todos los personajes de Puig supuran incertidumbre por alguna herida que les mueve. Los detalles más nimios adquieren importancia y una sensación de provisionalidad se apodera de cada acción. Ahora reincide con una novela que define, desde el mismo título, a un colectivo creciente.
Els metecs (Empúries, 2018) toman el nombre de la canción de Georges Moustaki Le métèque, aquella que empieza “Avec ma gueule de métèque, de juif errant, de pâtre grec et mes cheveux aux quatre vents...”. Un meteco, en francés, es un término peyorativo para designar a extranjeros, forasteros, desarraigados. Equivalente a “sudaca” que Puig traslada a un grupo de amigos en la primera madurez que pivotan alrededor de un Pere escritor, alter ego del narrador, y un Mario de origen uruguayo abandonado por la mujer. La novela explora los recovecos sentimentales de unos seres poco dados a verbalizarlos, y lo hace como quien no quiere la cosa, de manera natural, a través de una crónica minuciosa de un retorno al pueblo de Tarragona en el que Mario, hijo de uruguayos, pasó la infancia hasta que su padre les abandonó. Nadie le reconoce, pero él reconoce a todo el mundo, incluida la mujer que alquila habitaciones con un
Los metecos son hombres corrientes que miran más paralizados por la pereza que espoleados por el deseo
beso de buenas noches, una tierna variante del masaje con final feliz.
Los metecos, tal como se encarga de recordar el escritor del grupo, mantienen intacto el hambre de hembra, haciendo honor a la estrofa central de la canción de Moustaki: “Avec ma bouche qui a bu, qui a embrassé et mordu sans jamais assouvir sa faim...”. Incluso se nos explican las circunstancias que precedieron a la composición de la canción, compuesta por Moustaki tras encontrarse por la calle a la madre de su jovencísima novia y ver como le pedía a su hija que quién era aquel meteco con el que iba. Los metecos que escoltan al Mario de la novela forman un grupillo de amigos cuarentones en la era del WhatsApp, separados o aburridos de su matrimonio, que trotan por las calles sin acabar de hacerse runners, custodiados por la mujer o con hijos en custodia más o menos compartida. La novela mezcla amistad y deseo, ternura y vergüenza, memoria y, sobre todo, añoranza, en un tono intimista que trasciende la vida interior y se derrama como la espuma de la cerveza de presión en las relaciones de los cuarentones que queman grasas corriendo. Son hombres corrientes que se ríen, escépticos, del espejo perdido lacaniano y miran a las mujeres más paralizados por la pereza que espoleados por el deseo. Animales tristes que complementan la narrativa emergente, muy centrada últimamente en la mirada femenina.