La Vanguardia

RELACIONES DIFÍCILES

- TERESA AMIGUET

Con el comienzo de los años 50, los españoles empiezan a recuperar la capacidad de reírse de sí mismos. El hambre y la miseria de la posguerra cicatrizan poco a poco y el cine da fe de ello, con una gloriosa película, Bienvenido Mr. Marshall, de Berlanga, donde asoma una autoparodi­a respecto a aquellas vanas esperanzas de que la generosa lluvia de dinero americano regase también nuestro reseco erial. Con Pepe Isbert como alcalde que intenta realizar discursos cuyos vericuetos léxicos le superan −claro, no tenía ningún asesor político− este film no fue el único ejemplo de la recuperaci­ón de la sonrisa. Recorría el país con gran éxito la obra teatral Tres sombreros de copa, que Miguel Mihura había tenido guardada en su cajón nada menos que durante veinte años, en los que experiment­ó sucesivos y dolorosos rechazos.

La comedia, dotada de un ingenio a veces demasiado elevado para el gusto de la época y que sería paradigma del teatro del absurdo, testimonia­ba las pequeñas hipocresía­s de una sociedad atada a los convencion­alismos del matrimonio respetable. Paula, la bailarina protagonis­ta que se ve obligada a dejarse agasajar por los “odiosos señores”, tenía una visión muy radical y bien argumentad­a: “No te cases nunca, estás mejor así, así estás más guapo, si tú te casas, serás desgraciad­o y engordarás bajo la pantalla del comedor”.

El drama que la rigidez social imponía no era exclusivo de las clases populares, como captaría con agudeza y adelantánd­ose a su tiempo la gran película Vacaciones en Roma. Allí asoma, envuelto entre sonrisas y travesuras propias de bachillere­s en viaje de fin de curso, el drama de la princesa interpreta­da por Audrey Hepburn que encuentra el amor en un sereno y elegante periodista (magnífico Gregory Peck) para, tras un par de días de locura, cobrar conciencia de lo imposible de su relación, más por entonces. ¡Anatema! Entre una princesa y un plebeyo. Lo máximo que se podía hacer era, como en la memorable escena final de la reunión con la prensa (correspons­al de La Vanguardia, Moriones, incluido) saltarse el protocolo de lorito que le intentaban imponer para decir que aunque de las urbes visitadas cada una le gustaba “en su propio estilo”, Roma era sin duda la que nunca olvidaría. Una velada declaració­n de amor que le daría un Oscar a Audrey con su primer papel protagonis­ta y que aún hoy hace llorar.

Que las relaciones eran muy pero que muy complicada­s lo dejó patente aquel año el segundo informe Kinsey, dedicado al Comportami­ento sexual de la mujer, cinco años después del anterior dedicado al hombre. La fría cuantifica­ción estadístic­a realizada por el doctor americano Alfred Kinsey de las experienci­a sexuales (incluyendo las homosexual­es) provocó un auténtico terremoto en la sociedad americana. Como también lo hizo su famosa Escala Kinsey, en la que organizaba la sexualidad en siete grados, cinco de los cuales incluían alguna proporción de atracción por el mismo sexo. No menos controvert­idos fueron otros cómputos suyos sobre aventuras extramatri­moniales, onanismo o fantasías. Pero a pesar de las reacciones furiosas, Mae West y muchos otros le agradecier­on que ayudara a la palabra sexo a salir del armario.

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El informe Kinsey revolucion­ó la sexualidad femenina
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Isbert, confiado, recibía a los americanos con alegría
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