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El bloqueo de la política catalana a la espera de la formación de un nuevo gobierno de la Generalitat, y la conmemoración del Mayo del 68 en su 50.º aniversario.
HAN pasado ya cuatro meses y medio desde las elecciones del 21-D, y Catalunya sigue sin Govern. Aquellos comicios los ganó Ciudadanos, con más de 1.100.000 votos, que le dieron 36 diputados. Pero el bloque independentistas e hizo con una ligera mayoría en el Parlament, gracias a los 34 escaños de JxCat, los 32 de ERC y los 4 de la CUP. Carles Puigdemont, cabeza de lista de JxCat, se erigió así como el político soberanista con más apoyo electoral y como el principal responsable de que Catalunya recobrara cierta normalidad. No sólo con la formación de un Govern, que suele ser la lógica –y por lo general rápida– consecuencia de las elecciones. Sino también con la recuperación formal de la autonomía, previa derogación del artículo 155 que la mantiene suspendida, prometida por el Gobierno central para tan pronto como Catalunya tenga Govern.
Puigdemont convocó ayer a sus diputados en Berlín, donde reside actualmente. Sobre el propósito de esta reunión se habían barajado varias hipótesis, entre ellas la de elegir un candidato viable –sin cargas judiciales– a la investidura como nuevo presidente de la Generalitat. Pero el balance final de esta reunión berlinesa ha sido más bien magro. Puigdemont insiste en volver a intentar su investidura antes del día 14. Es cierto que, en teoría hay tiempo para elegir después a un aspirante con posibilidades, pero también pueden ocurrir imprevistos que agoten el calendario. La fecha del 22 de mayo sigue acercándose. Es sabido que si se llegara a ella sin un candidato investido, automáticamente se convocarían nuevas elecciones. De ser así, la situación de interinidad que vive Catalunya en la actualidad sufriría una nueva prórroga, cuanto menos de varios meses más.
Estamos sin Govern y, por tanto, sin posibilidad de trazar políticas de futuro ni de dar respuesta a sectores que reclaman atención urgente. Y todo esto ocurre porque Puigdemont y JxCat han primado la estrategia de enfrentamiento con el Estado, de denuncia de lo que consideran agresiones del Gobierno central y de la judicatura, sobre el restablecimiento de la normalidad. A su entender, lo prioritario es exhibir su condición de víctimas de la represión estatal y, también, dar vuelo internacional al conflicto en pos de solidaridades foráneas. En lo primero, sobre todo en los círculos afines, han tenido cierto éxito. Y en lo segundo han obtenido alguna victoria parcial, como la no ratificación por la justicia alemana de delitos que la española había apreciado en Puigdemont. Entretanto, la otra gran fuerza independentista, ERC, ha renunciado a la unilateralidad; el PDECat observa con recelo los movimientos de Puigdemont; y las cancillerías europeas siguen considerando inadmisible el quebranto de la ley causado por los soberanistas, a los que por consiguiente no apoyan.
Puigdemont no se da o no quiere darse cuenta de ello, y prodiga proclamas resistencialistas. Pretende seguir manteniendo la tensión con candidatos inviables dada su situación judicial, como él mismo, Jordi Sànchez o Jordi Turull. Y, en esta línea, el viernes se aprobó en el Parlament una reforma de la ley de Presidència que permitiría investir un presidente a distancia, algo sin recorrido legal y que, además, no ocurrirá si no es incurriendo en desobediencia y volviendo a los errores cometidos en septiembre y octubre pasados.
Puigdemont sigue esta estrategia porque le ayuda a mantenerse políticamente vivo. Pero a un alto coste: una Catalunya paralizada e inerme. Esto quizás satisfaga a los suyos. Pero es inaceptable para la mayoría que piensa que el país está por encima de los individuos.