Iniesta y los perros
Con la posible excepción del “ser o no ser” de Shakespeare la cita más célebre que han producido los ingleses salió de la boca del exfutbolista Gary Lineker. “El fútbol –dijo– es un juego sencillo: 22 hombres corren detrás de un balón durante 90 minutos y al final los alemanes siempre ganan”.
La frase fue apta en su día, justo antes de que Alemania ganase a Argentina en la final del Mundial de 1990, pero ya no se ajusta tanto a la realidad. Hoy lo que deberíamos decir es: “El fútbol es un juego sencillo: 22 hombres corren detrás de un balón durante 90 minutos y al final el Real Madrid siempre gana”.
La idea de Lineker era que daba lo mismo si los alemanes jugasen bien o mal, ganaban igual, como por maldición satánica o por intervención divina. Lo mismo podemos decir del Madrid hoy, al menos en la Champions League, competición que ha ganado las últimas dos temporadas y que se supone que volverá a ganar en la final del 26 de mayo, contra un equipo inglés dirigido por un alemán, tras derrotar el martes al Bayern de Munich, el mejor equipo de Alemania.
En la Liga española, en cambio, manda el Barcelona. Ha conquistado siete de los últimos diez campeonatos, ganando el de esta temporada con asombrosa holgura, 15 puntos por encima de su gran rival, margen que se ampliará si gana hoy el clásico español. Inevitablemente, lo que dicen ahora en Madrid es que la Champions es la competición más importante, mientras que en Barcelona dicen que tiene más mérito ganar la Liga. No dudemos que si los resultados se invirtiesen ambos dirían exactamente lo contrario.
Así opera la mente del aficionado, muy primitiva ella, fija en sus ideas. Mira sólo los hechos que apoyan su premisa y no gira la cabeza hacia los que no. El don de la razón no entra en juego. Puede ser científicamente verificable que el rival tuvo más ocasiones de gol, más posesión de la pelota, un penalti justo denegado, dos goles que el árbitro no dio, una tarjeta roja inmerecida: no importa. Tu equipo fue el mejor, mereció ganar y punto.
Algo parecido ocurre con aquel gran tema de conversación mundial que es Leo Messi. Hay madridistas que hace ya años se convencieron de que Cristiano Ronaldo es mejor y no hay fuerza en el universo que les haga cambiar de opinión. Hay millones de argentinos que creen que jamás se podrá comparar a Messi con Maradona porque: a) Messi no ganó un Mundial y b) Messi es un pecho frío que no siente la camiseta albiceleste como el Diego. Lo que no entra en los cálculos de los messiescépticos es que él tuvo la oportunidad de jugar para la selección española, pero se negó por lealtad a la tierra donde nació. Lo que tampoco quieren ver es que si se hubiera hecho español habría ganado al menos un Mundial, posiblemente dos, con otro más a la vuelta de la esquina. O sea, Messi se sacrificó por la patria pero la mitad de sus compatriotas ni se entera.
Ahora, cuidado a cualquiera que caiga en la tentación de decir: “¿Qué se va esperar de esos imbéciles que siguen el fútbol?”. Una similar irracionalidad posee a esa enorme proporción de la humanidad convencida de que, pese a la evidencia de los horrores de la historia, el Dios que todo lo ve y todo lo controla es un Ser compasivo y bondadoso. El pensamiento futbolero y el pensamiento religioso son difíciles de diferenciar. La fe vence a todo.
Muchos de los que no creen ni en Dios ni en D10S sí creen en una ideología o en un líder o en un partido político. Que ellos tampoco se rían. Los incondicionales del comunismo o del fascismo, de Mariano Rajoy o de Carles Puigdemont, de Nicolás Maduro o de Donald Trump, del Brexit o de Julian Assange, todos salpican sus verdades con la misma dosis de autoengaño que los incondicionales del Real Madrid o del Barcelona.
¿En quién podemos confiar? ¿En los jueces? Ojalá. En mayor o menor medida, siempre y en todos lados, exhiben una tendencia a dar el beneficio de la duda a los ricos o a los poderosos. Como dijo una vez un juez británico, “la justicia está abierta a todos, como el hotel Ritz”. Eso fue hace cien años, pero no hay que ir tan lejos. Hoy en día los jueces españoles inspiran menos confianza que los árbitros de fútbol, que al menos tienen la excusa de verse obligados a tomar decisiones no en meses sino en segundos. Más bien los jueces se han convertido, algunos de ellos, en hooligans.
Por un lado está aquel que no ve ningún delito sexual en el caso de los cinco hombres que acorralaron a una chica de 18 años como lobos a su presa y, valga la redundancia, sin su consentimiento la penetraron en todos los orificios; por otro lado tenemos al juez que acusa de rebelión violenta, mete presos y amenaza con 30 años de cárcel a unos políticos que puede que sean muy tontos, o muy torpes, pero no han matado a nadie, ni han herido a nadie, ni han tirado una piedra, ni directa ni indirectamente.
En los casos de estos jueces, como con tantos hinchas del fútbol y de la política, lo que vemos es gente anclada en un punto de vista –condicionado por aquellas circunstancias que han influido en su vida como sus padres, o sus complejos físicos, o sus resentimientos de la adolescencia– y que es incapaz de imaginar, mucho menos ver, el punto de vista del otro o cualquier hecho que cuestione sus ideas fijas.
Con lo cual demos gracias que no hemos caído aún en la más absoluta barbarie, que todavía hay bastante gente sensata y responsable en el mundo (jueces y políticos incluidos) como contrapeso a lo que parece ser la creciente imbecilidad planetaria, y que tenemos el fútbol como válvula de escape para los impulsos más primitivos de buena parte de la humanidad. Cientos de millones de personas se volverán locos viendo el Barça-Madrid hoy. Pero después se les pasará y, aunque la mitad de ellos se acabe convenciendo sin lógica alguna de que hubo una gran injusticia, el mundo no será ni peor ni mejor.
Y, para los entendidos del fútbol, una cosa más. Fíjense en Andrés Iniesta, puente entre antiguos enemigos, que hoy juega el último de sus mil clásicos. Fíjense en la exquisitez de su arte y la nobleza de su persona y consuélense: el ejemplo de este caballero de La Mancha nos permite soñar que, pese a todo, por más que los perros ladren, avanzamos.
Como dijo una vez un juez británico, “la justicia está abierta a todos, como el hotel Ritz”; hoy los jueces españoles inspiran menos confianza que los árbitros de fútbol, que deciden en segundos
Fíjense en Iniesta, la exquisitez de su arte y la nobleza de su persona y consuélense: el ejemplo de este caballero de La Mancha nos permite soñar que, pese a todo, por más que los perros ladren, avanzamos