Los depredadores no están solos
Treinta años desde la minifalda de Lleida... La sentencia de ‘La Manada’ confirma que el cambio es cosmético
En agosto de 1988, un empresario de 45 años le tocó los pechos y el culo a una trabajadora de 16 años diciéndole que, si se acostaba con él, le renovaría el contrato. La chica denunció y la Audiencia de Lleida condenó al empresario por abusos deshonestos pero dictando que la adolescente, “con su específico vestido (una minifalda), en cierto forma y acaso inocentemente, provocó este tipo de reacción en su empresario, que no pudo contenerse”.
El magistrado ponente, Rodrigo Pita, declaró a una radio que el empresario no pudo resistir la tentación porque era verano y “quizá había comido demasiado”. Añadió: “Todo depende de la longitud de la minifalda. Es cuestión de centímetros y, claro, si tiene tan pocos centímetros y tanta economía de tejido es más provocativa que una que tiene más ropa” (sic). Por cierto, el empresario Jaume Lluís Fontanet reconoció que el día que manoseó a la adolescente, ella vestía pantalones. La foto de la minifalda la presentó su abogado, captada una noche en una discoteca. Al año siguiente, la Audiencia de Lleida absolvió a un violador porque la víctima, también de 16 años, sólo se opuso verbalmente y no físicamente. El escándalo por ambas sentencias provocó que el presidente de la Audiencia, Josep Gual, convocara a los medios de comunicación para decir que “estaba muy enfadado con la prensa”, que no entendía “la desmesurada trascendencia” de las sentencias y que era culpa de los periodistas que se hubiera trasladado fuera de Lleida a otro magistrado que criticó la sentencia de la minifalda dictada por Rodrigo Pita.
Familiar, ¿verdad? Han pasado cerca de treinta años desde que la famosa sentencia de la minifalda despertó conciencias, suscitó indignación y obligó a cambiar alguna cosa en los tribunales de justicia, que seguían echando la culpa a las mujeres agredidas o violadas por su comportamiento, vestimenta o falta de resistencia. O eso creíamos. La sentencia de La Manada y, especialmente, su repugnante voto particular, nos ha demostrado que el cambio es cosmético. La enorme reacción pública sólo ha provocado la defensa corporativa. El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, hizo una advertencia: se puede criticar una sentencia (faltaría más, está amparado por la libertad de expresión), pero si lo hacen responsables públicos, se compromete la confianza en el sistema judicial. Poco caso le hizo el ministro del ramo, Rafael Catalá, cuando aseguró que el magistrado del voto particular de La Manada, Ricardo González, tiene un problema “singular”, conocido, y que debería haber sido corregido. Un choque en toda regla que quizá muestra que el Gobierno no quiere cargar con un problema de enorme sensibilidad social (uno más) o la libertad de criterio del ministro Catalá. Una parte de los jueces no entienden las críticas, dicen que las sentencias se pueden recurrir. Es cierto, pero el mal ya está hecho. De nuevo el foco está sobre la víctima, si se resistió o no, si había bebido o se había besado con uno de ellos.
Del comportamiento de estos lobos, de sus comentarios y vídeos, de los antecedentes, ni una palabra. ¿Cuánto dolor hará falta para embridar a las bestias?