La crema y el pastel
El tiempo nos atropella de tal manera que los acontecimientos envejecen antes de que pueda uno no ya escribir, sino sencillamente reflexionar sobre ellos. Cristina Cifuentes, por ejemplo, presidenta de la Comunidad de Madrid que, finalmente, dimitió por un vídeo de siete años de antigüedad de ella misma distrayendo unos tarros de crema antiedad en un supermercado no precisamente de alta gama. Másters, mentiras y cintas de vídeo sería otro posible titular para este caso que, si las cuentas no me fallan, supone que desde 1995, nada menos, todos los presidentes madrileños se han visto investigados, imputados o peor, encarcelados. Un lodazal, desde luego, que se ve acompañado por los escándalos de otros presidentes de otras comunidades, sin olvidar el agujero tóxico de nuestro tres por ciento y su emanación repulsiva, tan a menudo opacada por los efluvios de un independentismo que todo lo tapa. El tema de la corrupción y sus secuelas es tan grave y tan preocupante que sería para replantearse todo el sistema autonómico, si no fuera porque eso supondría dar todavía mejor excusa y más munición a la recentralización que ya amenaza.
Y peor todavía, la caída de Cifuentes nos deja también la larga sombra de servicios secretos, detectives, compañías de seguridad, espías y chantajistas. Esta España nuestra está plagada de micrófonos, grabaciones, imágenes y mordidas. Como para abandonar el teléfono que siempre llevamos encima y que duerme en nuestra mesita de noche. Como para volver al papel y al lápiz y a las pelucas y las barbas de pega. Se impone una regeneración, un cambio, una transformación que no acaba de llegar. Porque la política es más necesaria que nunca, pero el parlamento y la confrontación de ideas parecen secuestrados por este cruce de acusaciones y dossiers, por todos esos expedientes de pureza de sangre, intenciones y cuentas. La llamada clase política ha dejado de ser la crème de la crème, la flor y nata de la sociedad, para antojarse una suerte de carrera de vividores que evitan como pueden los obstáculos y las trampas de sus adversarios y de sus propios compañeros de partido. El enemigo, ya se sabe, siempre está entre las propias filas. Y por más resistente que se sea, un día se puede caer en la ignominia por unas cremas, por un par de cajas de habanos, por unos trajes, por un bolso, por cualquiera de las pequeñas enajenaciones transitorias que acompañan al poder. La crema ya no es crema, es un bizcocho espeso y pesado, bañado en alcohol y almíbar, pero de corazón amargo.
Los partidos políticos ya no son una meritocracia de futuros servidores públicos, sino una agencia de colocación y propaganda, una repartidora de cargos y de turnos ante el micrófono, donde los ciudadanos hemos aprendido a recelar de todos, en especial del más vociferante, de los que parecen más puros y eligen el papel de inquisidores. Por eso ya no les dejamos pasar aparentemente ni una, por eso aplaudimos sus sueldos engañosamente bajos, por eso nos regodeamos sabiendo que nuestros gobernantes no son mejores que nosotros. Y ahí, en ese pecado, purgamos nuestra penitencia y echamos otra capa de cieno a nuestra vida social, a nuestra convivencia. Porque a cambio de sentirnos superiores a nuestros dirigentes aceptamos también y aplaudimos la degradación de una democracia que debería hacernos mejores y más felices, y no esta masa vociferante y envilecida en la que nos estamos transformando.
Habría que volver a batir la crema y dotarla de mejores ingredientes, más nobles, más dulces. Y es imprescindible hablar del pastel y de su reparto. De cómo hacemos mayor el pedazo que se lleva el común de los ciudadanos y de cómo reducimos su tamaño y su coste para hacerlo digerible. Hay demasiados temas serios sobre la mesa del postre: pensiones, deuda pública, mercado de trabajo, nuevas tecnologías, la justicia y su independencia, la inmigración, el reparto de poder y presupuestos entre gobierno central, autonomías y ayuntamientos, la igualdad efectiva en derechos y salarios, la educación como único gran tema y motor de cambio a largo plazo, el populismo, las banderías y sus extremos… Por no hablar de esos otros asuntos que son globales y que deben formar parte del discurso bienintencionado de aspirantes a políticos o a miss provincial: la ecología, la paz en el mundo, el racismo, la violencia, etcétera.
Los argentinos dicen que alguien está hecho crema cuando lo bajaron al piso, cuando lo hicieron bolsa. Vamos, el equivalente a nuestro estar hecho puré. Y a riesgo de abusar de la comparación, la verdad es que me parece que sí, que estamos hechos crema, porque necesitamos con urgencia ese bote de milagro antiedad que borre las imperfecciones de nuestra ya no tan joven ni lozana democracia. Que nos rejuvenezca y nos elimine las arrugas y las marcas amargas de la decepción y el desánimo. La crisis de los cuarenta está siendo dura para este país y sus gentes, a los que sorprendió la pérdida de la juventud y las ilusiones en forma de batacazo económico.
Pero hoy toca levantarse temprano y hornear un pastel nuevo. Repartirlo mejor. Y aceptar que la crema se pone encima, aunque sea la base de huevos, leche, azúcar y harina la que la sostiene.
Los partidos políticos ya no son una meritocracia de futuros servidores públicos, sino una agencia de colocación