El polizón del Bateau-Lavoir
EL Musée Montmatre de París recupera la figura oblicua de Van Dongen en una exposición que traza la evolución figurativa del pintor holandés, pero a partir del bautismo artístico en el laboratorio secreto de Bateau-Lavoir. Van Dongen et le Bateau- Lavoir puede visitarse hasta finales de verano y la verdad es que se trata de una muestra singular. Van Dongen convive en París con Picasso y adquiere patente de complicidad francesa con Derain y Modigliani justo cuando el pintor malagueño trabajaba en la clandestinidad en la que sería su obra maestra: Les Demoiselles d’Avignon. El holandés es un pintor inestable, cierto, cuyo arte se afirma a bandazos en una saludable inmersión fauvista que lo lanza a la fama. Un artista, además, que devora cuantas influencias halla en el camino para digerirlas en una original mixtura formal barnizada de soluciones pictóricas francesas –ese radiante colorido postimpresionista– y forjada en una muda competencia con Picasso en la que Fernande Olivier, entonces acicate del pintor con quién descubriría Gòsol, juega un papel acaso desestabilizador. Veamos.
Kees Van Dongen, hijo de la modesta menestralía holandesa, pintor de paredes y conserje urbano, se adiestró en la cultura del dibujo en Rotterdam, todavía incandescente el añejo rescoldo de destreza y exigencia de Rembrandt. Esboza y reproduce escenas de la vida portuaria y equívocas muchachas en flor que le dieron para siempre el aura de libertino. Establecido en 1897 en París, descubre a Vuillard y Gauguin, a quienes debe una paleta esencial y brillante y el perfil recortado de sus personajes. Colabora pronto en revistas satíricas como la legendaria L’Assiette au beurre hasta su primera muestra individual en Vollard en 1904. En el Salón de 1905 se alinea con los fauves, que dotan su pintura de una dimensión “ardiente y sensual” para el sagaz crítico coetáneo André Salmon. Una suerte de expresionismo vitalista, un punto agresivo y directo que lo aproxima a los artistas alemanes de Die Brücke, con quienes coincide en 1908 –Retrato de Kahnweiler – y visualiza el distanciamiento de las estéticas decorativas de la Belle Époque. Las figuras amargas del circo, la sordidez del cabaret y el desnudo despiadado son ahora sus temas. Siluetas quizás de un mundo culpable, devastado por el dinero fácil –las imágenes vencidas que vislumbran la Gran Guerra. Le Chal Espagnol, 1913, es un ejemplo premonitorio.
La época francesa se centra, sin embargo, en las vivencias de Bateau–Lavoir sencillamente por la enriquecedora familiaridad con Picasso, sin duda, pero también con Vlaminck, Derain y Modigliani –insisto– que señalan por el retrovisor contemporáneo la conjunción de propuestas que definen el despliegue artístico de la primera mitad del siglo XX. Vuelvo a Salmon: Van Dongen “es una esponja” de contradicciones sensibles que despeja con deslumbrante habilidad cromática y el sentido constructivo orgánico que representan Un Carroussel y Les Ecuyeres du Cirque Médrano siempre en contrapunto con el realismo fotográfico que considera demasiado artificioso, industrial. Quizás un rebelde convertido en artista francés por provocación, así lo ve Apollinaire, obsesionado por conseguir la ansiada carta de nacionalidad francesa que convertiría en veniales sus bravatas de extrovertido nórdico. Una seguridad paradójicamente puesta en cuestión en los años negros de la Ocupación, tras el viaje infausto y propagandista al Berlín nazi. Una rara especie.
La exposición de París –óleos, dibujos, litografías– respeta el orden cronológico con las excepciones que exige su trayectoria. El refugio de la colina de los pintores en Montmartre, La Butte, y el acomodo de Van Dongen en el corredor trasero de Bateau-Lavoir, pared por medio de Picasso, hacen justicia a la leyenda del escondrijo urdido por el piadoso Max Jacob y poblado en aquellos años por huéspedes de excepción y visitantes tránsfugas de pisada fuerte como Matisse, Lèger e incluso Apollinaire que ayudaron a recargar la atmósfera sulfurosa de la caverna bohemia. Van Dongen apuesta por el fauvismo, en efecto, pero sobre todo por un estilo pictórico genuino que se viste de prestaciones con nombre y prestigio –Picasso y Matisse en un momento eufórico– pero que calibra la riqueza transgresora de un arte punzante y fragmentario en un mundo radical hecho solo de formas e imágenes cifradas.
La eclosión de las vanguardias y la ruptura frontal del cubismo geométrico, de fuerte trama objetivista y experimental, y el contra naturalismo sorprendente mente emergente tuvieron la parte del león en las metamorfosis figurativas de Van Dongen, que ve en la vida nocturna y suburbial la mejor escuela para distinguir luces y sombras de una experiencia pictórica viva. Fernande sirve de modelo para el artista holandés y Les Lutteuses de Tabarin
(1907-8), magnética pintura sin raíces, disputa el protagonismo a las demoiselles
picassianas en el sordo contenido de violencia que alienta la escena, quizás un harén de lejana evocación oriental, según apunta Matisse, cuando la aventura africana está todavía por llegar.
Les Lutteuses de Tabarin, gran tela de 1,5 x 1,6 metros, es a la mirada de hoy un manifiesto de la figuración en los años furtivos de la quiebra del modelo naturalista diluido por el impresionismo, pero también un audaz testimonio de la energía del color en la tracería de claroscuros que matizan las figuras. Acaso forzadas a una cercanía de la que carecen los rostros primitivos de Picasso, enfrentados al espectador con la severidad del icono. La palpable entonación ocre-rojiza de las chicas de Tabarin, la reiteración de posturas y gestos plásticos, el cercado negro de los ojos, el sabio enmarcado del tocado de presencia local, y el talante irónico y burlón de la escena son un ejemplo de la temprana maestría de Van Dongen y lo convierten en un referente para las nuevas imágenes de arte que con Picasso al frente abren una ruta inédita en el retrato contemporáneo. Una escenografía revolucionaria. Otra paradoja sin moraleja, y termino. El azar hizo que la vida de Van Dongen cerrara su largo viaje en 1968 como respetado retratista de sociedad, un peintre mondain, en su suntuosa villa de Monaco que llamó, entre la nostalgia y la ironía, Le Bateau-Lavoir.