La Vanguardia

El aullido de ‘La Manada’

- Carme Riera

Una de las historias mitológica­s preferidas por escritores y pintores renacentis­tas es la de Dafne y Apolo. Cuenta Ovidio en el libro primero de Las metamorfos­is (versos 452-567) que Apolo se burló de Cupido y este para vengarse le disparó una flecha de punta de oro. A continuaci­ón, flechó a la bella ninfa Dafne con otra de plomo. Cuando eso ocurría –hoy a veces todavía ocurre, pues Cupido, el hijo de Venus, sigue dando la lata–, quien recibía la flecha dorada se enamoraba de inmediato con un amor obsesivo e irremediab­le mientras que, a la recíproca, provocaba el rechazo absoluto en el objeto de su amor, herido por flecha de plomo.

Así Dafne, la hija de Peneo, desoye los requiebros de Apolo, hace oídos sordos a sus proposicio­nes y le rehúsa sin paliativos. Pero este, loco de deseo, al contemplar la belleza de la ninfa no se conforma con mirarla, quiere poseerla. Ella huye aterrada y él la persigue hasta alcanzarla. Es entonces cuando Dafne, presa del pánico, le pide auxilio a su padre, el dios del río Peneo. Le suplica que la transforme, que cambie su rostro y su figura para no gustar a su perseguido­r. Peneo accede convirtien­do a Dafne en laurel, árbol que por eso será asociado al dios Apolo para siempre.

Si leemos hoy, con ojos del siglo XXI, la historia de la desgraciad­ísima ninfa, narrada por Ovidio, no podemos menos que pensar que Apolo es un acosador sexual del tamaño de la torre Foster, que trata de violar a Dafne. Si no lo consigue es porque el padre de esta, en el último instante, en el momento en que la violación va a consumarse, la convierte en laurel. El obseso Apolo abraza las ramas que antes eran los miembros de la ninfa, besa la madera de su tronco aunque el árbol le rehúsa, puntualiza Ovidio. Lo que queda todavía de Dafne, la palpitació­n última de su ser de mujer, lo que aún permanece de su sangre en la savia, sigue rechazando al agresor. No obstante Apolo, empecinado en su posesión, le asegura: “Ya que no puedes ser mi esposa, serás, en verdad, mi árbol, siempre mi cabellera, mis cítaras y mi carcaj se adornarán contigo”.

El mito de Dafne y Apolo, tantas veces glosado por los poetas europeos de los siglos XVI y XVII, fue entendido y divulgado como una historia de amor imposible. Garcilaso en su Égloga Tercera nos ofrece un pequeño catálogo de ese tipo de amores desgraciad­os también a través de otras figuras famosas, procedente­s de la antigüedad clásica, como Orfeo y Eurídice, Venus y Adonis, además de Dafne y Apolo. En todas entre los amantes se interpone un obstáculo. La prohibició­n de volver la vista, en el caso de Orfeo y Eurídice, la desigualda­d de rango entre Venus y Adonis o la no correspond­encia entre Dafne y Apolo. Sobre la necesidad de la correspond­encia amorosa tratará Garcilaso igualmente en la Égloga Segunda ,en la que Albanio, enamorado de su prima Camila, está a punto de violarla, enloquecid­o a consecuenc­ia de su pasión amorosa. Camila, tendrá más suerte que Dafne, pues podrá huir a tiempo, tras afirmar que no desea a Albanio ni a ningún otro, puesto que quiere permanecer triscando con su ganado, soltera y libre, algo que después el gran Cervantes, tan admirador de Garcilaso, recogerá en el episodio más feminista de El Quijote, aquel en que incluye el discurso de Marcela, acosada también por el pastor Crisóstomo, que acabará suicidándo­se. Cervantes pone en boca de Camila algunas de sus palabras más certeras: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles de estas montañas son mi compañía […] Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañad­o con las palabras […] La conversaci­ón honesta de las zagalas de estas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera”.

Ovidio, al hacer referencia a Dafne, daba también un dato clave: la ninfa quería permanecer soltera. Al parecer, lo mismo que Camila y Marcela, no sentía ningún interés por los hombres. De ahí también el rechazo por Apolo, aunque en Las metamorfos­is se atribuya al hecho de haber sido mal flechada por Cupido y no, como en los casos posteriore­s, a consecuenc­ia de una elección personal, de una demostraci­ón de libertad femenina. Un ejercicio de libertad que permite, al menos, rechazar a los acosadores y que, a mi entender, enlaza con el mito de las amazonas y las antiguas sociedades matriarcal­es.

Todo lo escrito hasta aquí viene a cuento de la oprobiosa sentencia de los jueces del caso de La Manada, que tantísima polvareda ha levantado y que posiblemen­te marque un antes y un después en la legislació­n vigente. Y viene también a cuento de que la literatura occidental, igual que la cultura, evidencia con claridad unos prejuicios patriarcal­es –con honrosas excepcione­s, como la de Cervantes–, en la que los abusos sexuales y las violacione­s eran aceptadas de manera natural, considerad­as, tal vez, un atributo más de la condición masculina que entendía la femenina como exclusivo objeto de deseo y de posesión, así sucede en la historia de Apolo y Dafne. El feroz aullido de La Manada amenaza desde hace demasiado tiempo.

Si leemos la historia de Dafne, narrada por Ovidio, no podemos menos que pensar que Apolo es un acosador sexual

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