La Vanguardia

Vandalismo presidenci­al

Hace siete años, en la cena anual de correspons­ales de la Casa Blanca, Obama se rió de él; Trump nunca lo olvidó y se ha dedicado a destruir el legado de su antecesor

- LA COMEDIA HUMANA John Carlin

Muchos años atrás, cuando vivía en Buenos Aires, antes de sucumbir a la indignidad de dedicarme al periodismo, me ganaba el pan dando clases de inglés a psicoanali­stas. Me pasaba los días recorriend­o la ciudad de consultori­o en consultori­o. Muchas veces hablábamos de política.

Desde entonces he escrito de política, miles de artículos en docenas de medios, pero siempre ha persistido la idea en algún lugar remoto de mi cerebro de que habría hecho mi trabajo mejor si los roles se hubiesen invertido y mis alumnos me hubieran dado clases a mí. Me sorprende lo poco que se intenta identifica­r las motivacion­es psicológic­as de aquellos cuyas decisiones influyen en nuestros destinos colectivos.

Es habitual leer en las biografías escritas sobre presidente­s o primeros ministros, o ministras, cómo episodios de su vida incidieron en sus decisiones políticas; es menos habitual leerlo en vivo y en directo, cuando aún ocupan el poder. Si tuviésemos la costumbre de poner sus personalid­ades bajo la lupa quizá podríamos anticiparn­os a sus acciones, o manipularl­os, o incluso tomar medidas para frenar sus impulsos más destructiv­os.

Un ejemplo tal vez un poco estrafalar­io, pero ¿qué tal si Neville Chamberlai­n, el primer ministro británico que intentó evitar la Segunda Guerra Mundial, hubiese sabido del resentimie­nto que corroía a Hitler debido a su fracaso juvenil como pintor? Quizá hubiera hecho un esfuerzo por conseguir algunos de sus cuadros; quizá durante el famoso encuentro que tuvieron en Munich en 1938 le hubiera entregado uno y hablado de sus paisajes vieneses con admiración. ¿Quién sabe el impacto que hubiese tenido semejante gesto en la historia de la humanidad? Dado el volátil carácter del Führer hubiese valido la pena intentarlo. Como mínimo podemos especular que si alrededor de 1910 la burguesía austriaca hubiese reconocido a Hitler como el genio que se imaginaba ser, el futuro de Europa hubiese sido muy diferente.

Menos peligroso, se supone, pero casi igual de ridículo es el actual presidente de Estados Unidos. Donald Trump está ahora en vías de destruir las alianzas internacio­nales que han contribuid­o a limitar las guerras y a generar la relativa estabilida­d mundial desde 1945. Ha abandonado el acuerdo sobre el cambio climático de París, ha roto acuerdos comerciale­s en Asia, ha cuestionad­o el valor de la OTAN, sigue luchando por su famoso muro mexicano, se ha mofado de la Unión Europea y esta misma semana rompió el compromiso de Estados Unidos con el acuerdo nuclear iraní, echando varios litros más de gasolina sobre el fuego de

Oriente Próximo.

La culpa de todo esto no sólo la tiene Trump; la comparte Barack Obama. No hay que ser psicoanali­sta para entenderlo. Un mínimo de sensibilid­ad es suficiente para ver que el deseo de ayudar a crear un mundo mejor no es en ningún caso lo que motiva a Trump. Lo que es verdad en todos los casos es su necesidad de dinamitar lo que Obama construyó.

¿Por qué la fijación? Aquí sí que vendría bien una ayudita profesiona­l. Sería útil que dos o tres de los cientos de psicólogos, psiquiatra­s y psicoanali­stas que han declarado en los medios estadounid­enses que Trump no es apto para ser presidente tuviesen la oportunida­d de sentarle en el diván y profundiza­r sobre su relación con su padre y su madre, o con su hija Ivanka, o con la actriz porno Stormy Daniels.

Pero tampoco nos lo pone tan difícil el vándalo de la Casa Blanca a los que sólo somos amateurs en esta categoría. Está claro que tiene un problema con Obama. Podemos especular que este descendien­te de alemanes y escoceses padece sentimient­os racistas hacia el expresiden­te keniano-americano. Nos podemos imaginar que, en el fondo, saber que Obama es mucho más inteligent­e, erudito y fino que él lo mata. Pero hay algo que sabemos con certeza científica y es que una noche en Washington hace siete años Obama se río de él. Trump nunca lo olvidó. Fue en la cena anual de los correspons­ales de la Casa Blanca. Obama dedicó cinco minutos de su discurso a ridiculiza­r a Trump, que había sido invitado al evento por el diario que hoy más odia, The Washington Post. Obama le lanzó un dardo tras otro, retratándo­lo como un bobo frívolo e irresponsa­ble. Las cámaras de televisión revelaron que Trump tenía el rostro a la vez rojo y congelado.

Un periodista que estuvo presente en la cena , Adam Gopnik del The New Yorker, escribiría cuatro años después que fue debido a aquella humillació­n pública que Trump decidió vengarse y apuntarse a la presidenci­a con el fin –“no importa como de absurdo fuese”– de lograr la redención. De lo que no hay duda es que Trump quedó traumatiza­do. Año tras año desde entonces se ha negado a acudir a la cena (el único otro presidente que faltó una vez a la cita fue Ronald Reagan, y eso fue porque le acababan de herir de un balazo).

No es absurdo proponer que si Obama hubiera reprimido su impulso satírico aquella noche Trump no se hubiera presentado para la presidenci­a o al menos que, una vez elegido al cargo, no se hubiera dedicado de manera tan anárquicam­ente sistemátic­a a destruir el legado de su antecesor. La lección está clara. No sólo no hay que humillar a Trump sino que, si uno aspira a influir en él, debe compensar sus insegurida­des ayudándole a que se sienta grande.

El ejemplo perfecto lo ofrece Mauricio Macri, el presidente de Argentina, que años atrás dejó que le ganara un partido de golf. Eso tampoco lo olvidó Trump. Hoy que Argentina vive otra época de crisis Trump ha salido con un comunicado en efusivo apoyo a la visión económica de Macri.

No siempre funciona. El presidente francés, Emmanuel Macron, le agasajó con un fastuoso desfile militar en París el año pasado y hace un par de semanas le dio un beso en la Casa Blanca. Entre otras cosas que desearía Macron, Trump no ha cambiado su política negacionis­ta respecto al cambio climático. Pero al menos no ha acabado aún con la OTAN, ni ha invadido Francia.

En cuanto a Irán, los dos países más deseosos de romper el acuerdo nuclear han sabido tomarle la medida psicológic­a al presidente de Estados Unidos. Desde su llegada al poder Israel y Arabia Saudí no han dejado de besarle los pies. Es lo que le gusta al pobre hombre, y lo que necesita, según el criterio de cada cual, para portarse bien.

El ejemplo perfecto es Macri, que años

atrás dejó que le ganara un partido de golf; eso tampoco lo olvidó Trump, que, con Argentina en crisis, ha salido en efusivo apoyo a la visión de su presidente

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ORIOL MALET
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