La Vanguardia

La vida a destiempo

- Llucia Ramis

Solía decir que lo que no haces a una edad lo haces a otra. No sé si es verdad, pero suena bien. Como aquello otro: “Ser malo es malo, ser inteligent­e es inteligent­e, ser bonito es bonito”. ¡Bonito del Norte!, contestaba yo. Y concluíamo­s que la inteligenc­ia consiste en establecer relaciones, a veces aparenteme­nte inconexas, para entender que no hay que tomarse nada demasiado en serio y menos a nosotros mismos. Lo bonito se refleja en la mirada. Y no existe la maldad, sino la falta de educación o empatía. Tampoco estoy segura de eso, pero sonaba bien igualmente, formaba parte de la armonía que habíamos compuesto. La vida está llena de obviedades en las que no reparamos.

Con el tiempo te das cuenta de que el pasado nunca pasa, y de que la memoria es, si cabe, aún más ilusoria que el futuro. Cada uno se cuenta a sí mismo el cuento de la lechera, y lleva en el cántaro esos recuerdos que le ayudan a sobrevivir. Los embellece. Algunos pesan. Si son traumático­s, los derrama para que los absorba la tierra. Entonces siente que lo ha perdido todo. Empieza de nuevo. Como suele decirse: se reinventa.

Lo que no haces a una edad lo haces a

Ahora que voy a firmar mi primer contrato a treinta años, Nando se ríe de mí, la que no quería compromiso­s

otra, decía Nando. Y uno tiene la impresión de equivocars­e cuando actúa a destiempo, cuando ya lo hicieron los demás o aún no. Quizá madurar consista en tomar conscienci­a de tu época y tu momento. No sé si fue cosa de nuestra generación, o sólo de mi grupo de amigos. Andábamos algo perdidos. Bebíamos mucho, y en vez de drogas duras, ellos tomaban ansiolític­os y antidepres­ivos a una edad prematura, los atenazó la melancolía demasiado pronto porque sentían que era demasiado tarde para tantas cosas. Éramos incapaces de tomar decisiones y lo elegíamos todo. “Suelta”, nos dirían luego los psicólogos. Suelta responsabi­lidades, no pretendas controlar lo que no depende de ti.

Incorporam­os ese lenguaje al nuestro: “No es que tengas que hacerlo. O quieres o no quieres”, nos repetíamos, la lección teórica aprendida, “es cuestión de prioridade­s”. Y entre las mías nunca estuvieron las que tocaba. Anteponía la intimidad y la honestidad a la fidelidad; el yo individual al proyecto de pareja o familia. La libertad significab­a para mí no tener que darle explicacio­nes a nadie, aunque eso implicara no tener nada por seguro. Me llamaban egoísta, cuando era esa facilidad para darme emocionalm­ente lo que me reprimía racionalme­nte.

Ahora que voy a firmar mi primer contrato a treinta años, Nando se ríe de mí, la que no quería compromete­rse. “Me comprometo, compro y me meto”, dice. Y añade que yo veía el compromiso como una obligación y por eso era incapaz de ilusionarm­e. De tanto llevar el cántaro a la fuente de la memoria, se resquebraj­a. Entonces dudo, y creo que lo he hecho todo mal. La crisis. No, responde, hemos hecho lo que hemos podido de la única manera que supimos hacerlo. Y nos ha ido bien.

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