La vida a destiempo
Solía decir que lo que no haces a una edad lo haces a otra. No sé si es verdad, pero suena bien. Como aquello otro: “Ser malo es malo, ser inteligente es inteligente, ser bonito es bonito”. ¡Bonito del Norte!, contestaba yo. Y concluíamos que la inteligencia consiste en establecer relaciones, a veces aparentemente inconexas, para entender que no hay que tomarse nada demasiado en serio y menos a nosotros mismos. Lo bonito se refleja en la mirada. Y no existe la maldad, sino la falta de educación o empatía. Tampoco estoy segura de eso, pero sonaba bien igualmente, formaba parte de la armonía que habíamos compuesto. La vida está llena de obviedades en las que no reparamos.
Con el tiempo te das cuenta de que el pasado nunca pasa, y de que la memoria es, si cabe, aún más ilusoria que el futuro. Cada uno se cuenta a sí mismo el cuento de la lechera, y lleva en el cántaro esos recuerdos que le ayudan a sobrevivir. Los embellece. Algunos pesan. Si son traumáticos, los derrama para que los absorba la tierra. Entonces siente que lo ha perdido todo. Empieza de nuevo. Como suele decirse: se reinventa.
Lo que no haces a una edad lo haces a
Ahora que voy a firmar mi primer contrato a treinta años, Nando se ríe de mí, la que no quería compromisos
otra, decía Nando. Y uno tiene la impresión de equivocarse cuando actúa a destiempo, cuando ya lo hicieron los demás o aún no. Quizá madurar consista en tomar consciencia de tu época y tu momento. No sé si fue cosa de nuestra generación, o sólo de mi grupo de amigos. Andábamos algo perdidos. Bebíamos mucho, y en vez de drogas duras, ellos tomaban ansiolíticos y antidepresivos a una edad prematura, los atenazó la melancolía demasiado pronto porque sentían que era demasiado tarde para tantas cosas. Éramos incapaces de tomar decisiones y lo elegíamos todo. “Suelta”, nos dirían luego los psicólogos. Suelta responsabilidades, no pretendas controlar lo que no depende de ti.
Incorporamos ese lenguaje al nuestro: “No es que tengas que hacerlo. O quieres o no quieres”, nos repetíamos, la lección teórica aprendida, “es cuestión de prioridades”. Y entre las mías nunca estuvieron las que tocaba. Anteponía la intimidad y la honestidad a la fidelidad; el yo individual al proyecto de pareja o familia. La libertad significaba para mí no tener que darle explicaciones a nadie, aunque eso implicara no tener nada por seguro. Me llamaban egoísta, cuando era esa facilidad para darme emocionalmente lo que me reprimía racionalmente.
Ahora que voy a firmar mi primer contrato a treinta años, Nando se ríe de mí, la que no quería comprometerse. “Me comprometo, compro y me meto”, dice. Y añade que yo veía el compromiso como una obligación y por eso era incapaz de ilusionarme. De tanto llevar el cántaro a la fuente de la memoria, se resquebraja. Entonces dudo, y creo que lo he hecho todo mal. La crisis. No, responde, hemos hecho lo que hemos podido de la única manera que supimos hacerlo. Y nos ha ido bien.