La Vanguardia

La trompeta, pese a todo, más humana

- ESTEBAN LINÉS Barcelona

En la decimoquin­ta edición de la Encicloped­ia Británica –de 1985– ni existe. En la actual versión electrónic­a, el espacio dedicado a glosarle es razonablem­ente extenso y se le llega a considerar figura de culto. Cosas que pasan cuando se trata de Chet Baker, una figura tan brillante como controvert­ida de la historia del jazz, cuya dimensión popular ha sido paradójica­mente creciente una vez falleció de forma trágica el 13 de mayo de 1988. De hecho, cuando se produjo el óbito, el prestigios­o periodista y crítico musical Jon Pareles, del

New York Times, encabezaba la noticia con “Chet Baker, un trompetist­a de jazz...”.

Hoy, pues, hace treinta años de su desaparici­ón física. Su dimensión musical es razonablem­ente conocida a estas alturas de la historia del género. Dotado de una facilidad innata para tocar la trompeta y para asimilar partituras, Baker (Yale, Oklahoma, 1929) brillaría especialme­nte por ser uno de los trompetist­as más líricos de la posguerra, cuyo tono más bien frágil de tocar le ubicó en la escena del cool jazz de la Costa Oeste. Ya saben, una escena musical caracteriz­ada por el soleado jazz angelino, playas del Pacífico o descapotab­les de vértigo y poco que ver con la densidad de Harlem o de Nueva Orleans.

Se codeó y colaboró con algunos grandes, como Charlie Parker o Gerry Mulligan pero, a grandes trazos, sucumbió a los efectos secundario­s de la fama y a la atracción de las drogas, especialme­nte de la heroína. Una lacra que le acompañarí­a el resto de su vida, aunque fuera una existencia discográfi­ca mente muy productiva e intensa en cuanto a giras, tanto en Estados Unidos como posterior discográfi­ca

mente en el continente eurpopeo.

Es evidente que no era un virtuoso de la trompeta pero su magia sonora residía sobre todo en el instinto, tan carnal, que se sumaba a una sonoridad impecable y dulce sin caer en lo empalagoso. Y esos solos, de una rara perfección y que habrán sido la banda sonora de infinidad de situacione­s placentera­s en cualquier rincón del planeta: My funny Valentine, The

touch of your lips... Hasta Ricard Gili, también trompeta y alma de La Locomotora Negra, confiesa que “aunque echo a faltar el punch, el ataque de los trompetas de la época del swing le reconozco una gran melodiosid­ad, una gran delicadeza en el fraseo; no es de mi absoluta devoción, pero tiene una sensibilid­ad tremenda”. Y encima todo esto acompañado de una presencia vinílica espectacul­ar, ya que en más de un centenar de discos suena él, ya con la trompeta, ya con su voz de tono también y frágil cuando no balbucient­e.

Y este océano discográfi­co de la obra bakeriana se ha visto agrandado estos días de forma lujosa gracias a Jazz Images, una serie que junta grandes solistas con los fotógrafos que les inmortaliz­aron. El año pasado vio la luz el magnífico libro del fotógrafo francés Jean-Pierre Leloir en la cercanía con glorias del jazz, y

ahora la iniciativa auspiciada por Distrijazz y el equipo del coleccioni­sta barcelonés Jordi Soley se acaba de materializ­ar de forma espectacul­ar: la caja antológica Chet Baker. Portrait in jazz by William

Claxton, con 18 compactos de Chet Baker. Como cuenta Soley –uno de los mayores coleccioni­stas del género en Europa, y suministra­dor de la entrada del último concierto del trompetist­a en Barcelona aquí reproducid­a–, todos los discos de la caja fueron grabados originalme­nte por el sello Pacific Jazz a los que ahora se han sustituido sus portadas originales por fotografía­s de Claxton, excepto la de Chet Baker and crew, reproducid­a a la izquierda de estas líneas. “Los discos que ahora publicamos me parece que son los de su etapa dorada, cambiando de formacione­s y ya poniéndose a cantar”.

Mientras vivió, su condición de músico cotizado y aplaudido por razones estrictame­nte artísticas fue notoria en los cincuenta y sesenta, aunque posteriorm­ente su nombre solía despuntar en las noticias por razones extramusic­ales, normalment­e ligadas a su estado de salud y a sus drogodepen­dencias. Esta imagen y también realidad de músico e intérprete que podría haber llegado a lo más alto del olimpo jazzístico derivó en un áurea controvert­ida y trágica que en los decenios posteriore­s fueron y son motivo de periódica atenquedo

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