Sin refugio contra el miedo
El trato a los trabajadores inmigrantes enfrenta a Texas con sus megaúrbes
Escuchar las historias de los hombres que cada mañana acuden al centro de trabajo temporal de Plano (Texas) es viajar por la ruta americana de las oportunidades y las desventuras. Los viñedos de California en los que Guadalupe faenó como temporero. El oeste de Texas, la tierra de la que huyó la familia de Brandy después del crash petrolero de los años ochenta, rumbo a Maine. Piedras Negras (México), de donde Felipe salió a pie para ir a San Antonio, luego a Austin, Florida y Georgia, allí donde hubiera empleo. O por los estadios de fútbol americano de Minnesota, donde J. recogía basura.
“Nunca pensé que mi vida sería así, pero creo que he tenido suerte”, afirma Felipe. Tiene 63 años y tres décadas de residencia en EE.UU., dice que con papeles. La mayoría no los tiene. Pero en el centro de trabajo de Plano “ni nos importa ni preguntamos, sólo queremos encontrarles trabajo” explica el supervisor, Adrián Magallanes. El centro público es un intento de poner orden y proteger de los abusos a los trabajadores más vulnerables, a menudo inmigrantes. Buscar empleo en la calle es ilegal y, con el aumento de las redadas, se arriesgan a ser detenidos y deportados.
Son las siete de la mañana. Unos 50 hombres –y una mujer blanca– esperan en el porche a que su nombre suene por los altavoces para ganarse unos dólares. Es cuestión de suerte. Antes había peleas por ser el primero en apuntarse en la lista de candidatos, por eso idearon un sistema de lotería. Ahora, al llegar, presentan su ficha y se les da el número de la página donde se les ha apuntado. Cuando aparece un particular o un empresario buscando por ejemplo un albañil, un agricultor o un jardinero –sea para unas horas, un día o más tiempo–, se tira del bombo para decidir en qué página se busca al jornalero.
Hay americanos negros y algún blanco, pero la mayoría son latinos. Felipe charla tranquilamente con otros mexicanos mientras espera. Es sábado y no hay mucha actividad, pero confía en que le llamen. Le urge ganar dinero para pagar los 250 dólares que le cuesta el terreno donde tiene su casa, una caravana. Su último patrón le dejó a deber dos semanas de salario.
“Le puedes echar a la policía pero no gana uno nada porque no tengo prueba de que me contrató. Me agarró ahí en la esquina del 7-Eleven, nada más. Aquí, si alguien te quiere, agarran los nombres y el número de teléfono. En la calle no tiene uno nada y además te pueda parar el carro de la ICE (la policía migratoria) y arrestarte. Aquí uno está más seguro”, dice. El centro no interviene en la fijación del salario (unos 10 dólares la hora). Sólo hace de intermediario, pero guarda constancia de cada interacción. A menudo es la única prueba en caso de abusos.
La ley les protege, al margen de su estatus. Pero igual que muchos inmigrantes piensan que por estar indocumentados no tienen derechos laborales, muchos empresarios creen que no van a reclamarlos. Los impagos son frecuentes, pero pocas veces se denuncian. “Esa primera llamada es ya un paso muy im-
PRAGMATISMO
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