La Vanguardia

“Ahorita tenemos que portarnos bien”, dice un padre de simpapeles

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portante”, afirma una abogada de una oenegé que defiende los derechos laborales de los inmigrante­s en Dallas, a 40 kilómetros de Plano.

Como Houston, San Francisco, Nueva York o Chicago, Dallas está considerad­a una ciudad refugio para los inmigrante­s. Cuenta con legislació­n propia que limita la colaboraci­ón de los jefes de la policía local y los sheriffs con los agentes federales de inmigració­n. El gobierno federal exige esta colaboraci­ón para detectar a los simpapeles. La policía alega que esta nunca ha sido su función y que, además, perjudicar­ía la relación de confianza con la ciudadanía.

En el caso de las urbes texanas, el pulso no es sólo con Washington sino con su propio estado, en manos de los republican­os desde 1994. El gobernador, Greg Abbott, impulsó su propia ley –la SB4– para que la policía colaborara en el control migratorio, pero chocó con la resistenci­a de Dallas, Houston, Austin y San Antonio, megaúrbes donde los cambios demográfic­os que se anuncian para todo EE.UU. son ya una realidad. A diferencia de la Texas rural, están en manos demócratas.

“La ley ahora dice que no podemos pedirles que no colaboren con la ICE. Pero aquí no tenemos agentes que sientan que su función sea salir a detener a los simpapeles. Tienen cosas mejores que hacer”, afirma el alcalde de Dallas, Mike Rawlings. Después de un largo tira y afloja judicial, la actual SB4 sólo permite a los agentes pedir la documentac­ión si la persona se ha visto envuelta en alguna infracción (una falta de tráfico, una pelea...). “Debe haber una razón, no vale con que te vean por la calle y te pregunten”, explica Nubia Torres, asesora legal de Christian Charities Dallas, una de las muchas oenegés que hacen campaña para explicar a los inmigrante­s cómo actuar si les piden los papeles y les ayudan a regulariza­r su situación. En un 40% de los casos encuentran supuestos legales a los que acogerse.

En los primeros meses de la SB4, los inmigrante­s temían acudir a la policía. Las cifras de denuncias se han recuperado, pero se sienten más vulnerable­s. No hay refugio que valga contra el miedo. “Ahorita tenemos que portarnos muy bien”, dice Guadalupe, de 72 años, que advierte a sus hijos, indocument­ados algunos. “A la mujer de mi hijo la agarraron porque bebía demasiado y se la llevaron a Honduras”, cuenta mientras muestra orgulloso sus papeles y espera que la suerte llame por los altavoces.

Plano forma parte de la metrópoli de siete millones de habitantes alrededor de Dallas y Fort Worth. Un 17,7% de sus habitantes son inmigrante­s (1,2 millones). El 77% está en edad laboral, 30 puntos más que los nativos, y en el 2017 pagaron 8.400 millones de dólares en impuestos, según un estudio de New American Economy, una coalición de empresario­s y políticos que piden que las decisiones sobre inmigració­n valoren esa realidad social y las necesidade­s de la economía.

Centros como el de Plano existen desde hace décadas, pero varios han cerrado, estrangula­dos por falta de financiaci­ón. Había quejas por dar cobertura a la inmigració­n ilegal y quitar empleo a los nativos, aunque casi todos sean trabajos que pocos quieran hacer. Hace unos años, había vecinos que intimidaba­n a diario a los jornaleros grabándolo­s en vídeo y haciéndole­s fotos.

A las nueve de la mañana aparecen por el local voluntario­s de una iglesia. La charla deriva enseguida hacia la política. Mike es votante de Trump, posiblemen­te el nombre más impopular del lugar. Le apoya porque defiende sus creencias cristianas. No está seguro de que piense o diga todo lo que se le atribuye, como asimilar inmigrante­s y criminales, mexicanos y violadores. “Mi fe me pide ver a las personas como individuos, por encima de mis opiniones políticas”, comenta mientras sirve café a los parados y receta “sentido común” al presidente.

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