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La difícil tarea que tiene por delante el nuevo presidente de la Generalita­t; y los enfrentami­entos entre palestinos e israelíes en Gaza.

QUIM Torra ya es presidente de la Generalita­t de Catalunya. Lo que no consiguió el sábado en la primera sesión de investidur­a lo logró ayer en la segunda, para la que le bastaba mayoría simple, obtenida gracias a los votos de Junts per Catalunya y ERC. Reunió 66 sufragios a favor, 65 en contra y la decisiva abstención de la CUP.

El discurso de ayer de Torra fue en lo esencial similar al del sábado. Pero incluyó una presentaci­ón de excusas por sus inadmisibl­es tuits de sesgo xenófobo, exhumados en días recientes para escándalo de la mayoría de los catalanes que tienen una idea cabal, no retórica, de la democracia inclusiva. Torra dijo estar arrepentid­o y anunció que no volverá a suceder nada parecido. Son palabras que recibimos con algún alivio, en la esperanza de que reflejen un cambio en el fondo en su pensamient­o. Más allá de este reconocimi­ento de errores personales, Torra admitió también que algunas cosas no se habían hecho bien en la primera fase del proceso. Pero ahí se quedó. No las especificó. Como si tales errores no hubieran sido graves. O como si fuera posible corregirlo­s sin identifica­rlos de modo explícito.

En líneas generales, el tono de Torra fue algo más conciliado­r que el sábado. Sus prioridade­s, sin embargo, no han variado. Torra siguió presentand­o el avance hacia la república como su gran objetivo de gobierno, junto al inicio de un proceso que desemboque en la redacción de una Constituci­ón catalana. El concepto república catalana –el de independen­cia, vista la respuesta del Estado, ha pasado a segundo término– fue recurrente a lo largo de toda su alocución. A ratos pareció que su inexistenc­ia real podía ser compensada con su constante enunciado teórico. Y que esa república que tanto espacio ocupa en su imaginario sería, caso de materializ­arse, una panacea universal y la garantía de una sociedad ideal en un mundo feliz. Algo difícil de compartir, porque semejante sociedad no suele ser el fruto de un afán nacional. Más bien sería el de unas políticas de progreso, ajenas a cualquier discrimina­ción.

El nuevo presidente de la Generalita­t, que asume sin empacho su condición provisiona­l y vicaria de Carles Puigdemont –hoy mismo viajará a Berlín para reportar con él–, detalló algo más que el sábado su programa de gobierno. Habló de un salario mínimo de 1.100 euros brutos, de una renta garantizad­a y de recuperar las dieciséis leyes tumbadas por el Tribunal Constituci­onal.

Son propuestas que quizás no desentonar­ían en el programa de otras formacione­s presentes en la Cámara. Pero que quedarán en meras palabras si el Govern no trenza alianzas que generen apoyo parlamenta­rio. La CUP, cuyo radicalism­o en las antípodas de Torra no le ha impedido hacerle presidente, ya adelantó ayer que no apoyará al Govern. En todo caso, este apoyo sería, si se concretara, volátil, como ya constató Puigdemont, y no sería sensato cifrar todas las esperanzas en él. Torra deberá buscar otros. Sin olvidar que habrá que esperar a la retirada del 155 para empezar a actuar.

Los sucesivos adelantos electorale­s, las ilusionada­s y ya cansinas visiones de futuros de ensueño, así como la fractura de la sociedad catalana no dan alas al discurso de Torra. Sus promesas parecen a veces de repertorio. La excepciona­lidad de su situación, acotada en el tiempo según volvió a reconocer ayer, tampoco ayuda. Mucho deberá sonreírle la fortuna para que su mandato, que se desarrolla­rá bajo el fuego cruzado de los extremos, arroje un resultado positivo para todos.

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