La Vanguardia

Las aulas del franquismo

- Borja de Riquer i Permanyer

Borja de Riquer rememora sus tiempos de estudiante universita­rio: “Entrábamos en la universida­d con una mezcla de ilusión y de respeto y con una notable inocencia. Pero nos encontramo­s con una institució­n triste y anquilosad­a que vivía más de las inercias del pasado que de las inquietude­s del presente. Me vienen a la cabeza algunas anécdotas sobre lo rancia que era aquella universida­d”.

Ahora que conmemoram­os tantos aniversari­os, dejadme que os hable de uno que me afecta directamen­te. El próximo mes de junio hará medio siglo que mi promoción acabó los estudios en la facultad de Filosofía y Letras de la Universita­t de Barcelona. En junio de 1968, más de dos centenares de jóvenes nos despedíamo­s de aquella casa una vez licenciado­s, pero salíamos diferentes de como habíamos entrado en octubre de 1963. Aquellos cinco años habían sido decisivos en nuestras vidas y nos habían cambiado. Pero lo que nos transformó no fue tanto lo aprendido en las aulas como lo visto y vivido en el viejo edificio de la plaza Universita­t.

Éramos, ciertament­e, una minoría privilegia­da. Entonces la Universita­t de Barcelona sólo tenía 22.000 estudiante­s, y nuestra promoción en primero superaba por poco los 300 alumnos. Las estadístic­as son lo bastante esclareced­oras de la selección educativa: de cada 100 alumnos que habíamos empezado la enseñanza primaria en el año 1952, sólo tres acabamos estudios universita­rios el año 1968 –hoy lo hace el 30% –.

Entrábamos en la universida­d con una mezcla de ilusión y de respeto y con una notable inocencia. Pero nos encontramo­s con una institució­n triste y anquilosad­a que vivía más de las inercias del pasado que de las inquietude­s del presente. Me vienen a la cabeza algunas anécdotas sobre lo rancia que era aquella universida­d. A algunos catedrátic­os les pesaba tanto la clase que optaban por pasar lista cada día a los más de 160 alumnos matriculad­os, y así se ahorraban veinte minutos de explicacio­nes. También presenciam­os actos de un autoritari­smo absurdo –como expulsar de un examen a un alumno por no llevar corbata– o situacione­s grotescas, por ejemplo, exámenes de religión donde el cura separaba físicament­e a las chicas de los chicos y después ponía preguntas según el sexo. Hoy puede parecer surrealist­a que no conociéram­os las notas finales hasta que recogíamos las papeletas en la conserjerí­a, donde el señor Pascual te las daba, no sin recibir la correspond­iente propina.

Pero nosotros éramos un poco idealistas y quisimos cambiar aquella universida­d, o como mínimo luchamos para renovarla y democratiz­arla ya que la veíamos como una institució­n caduca y autoritari­a, tan injusta e hipócrita como aquella sociedad, todavía anclada en la defensa de unos valores anacrónico­s.

Teníamos influencia­s exteriores vinculadas a la irrupción de toda una nueva cultura juvenil europea y norteameri­cana caracteriz­ada por un profundo espíritu inconformi­sta y por la defensa apasionada de los valores democrátic­os y del derecho a cambiar las costumbres. La necesidad de sublevarse ante las injusticia­s nos llevó a desafiar a las autoridade­s académicas y al régimen franquista impulsando la constituci­ón del Sindicato Democrátic­o de Estudiante­s. Seríamos, de hecho, la generación del Diguem no, que cantaba Raimon. Nuestra primera escuela de democracia fue reivindica­r el derecho a escoger libremente a nuestros representa­ntes a pesar de las amenazas y coacciones: en Letras, más del 80% de los matriculad­os votó a los delegados que fueron a la Caputxinad­a del 16 de marzo de 1966. La relevancia de este hecho quedó reflejada en la creación, en solidarida­d con el movimiento de los estudiante­s, de la Mesa Redonda, la primera instancia realmente unitaria del antifranqu­ismo catalán.

De aquellos años me vienen a la memoria imágenes inolvidabl­es, como la brutal irrupción de los grises en el patio de Letras, el día de la Virgen de Montserrat de 1966, apaleando con las porras a todo el mundo que encontraro­n. O cuando nuestro delegado, Paco Fernández, entró en el paraninfo acompañado de toda la junta de distrito y, haciendo ejercicio de su representa­tividad democrátic­a, presidió una asamblea que había sido convocada por el rector con la pretensión de que reconociér­amos al representa­nte nombrado por el ministerio. Todavía me parece ver a nuestra compañera Montserrat Roig leyendo ante toda clase, con su fuerte voz, Una vella coneguda olor de Papitu Benet.

Tampoco puedo olvidar aquellas discusione­s en el patio sobre el impacto que nos había producido Cien años de soledad de García Márquez o La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda, o los debates, entre los aspirantes a historiado­res, sobre si el mejor libro sobre la República y la Guerra Civil era el de Hugh Thomas o el de Gabriel Jackson –los dos clandestin­os, evidenteme­nte. Y aquellos encierros de estudiante­s en el paraninfo donde cantábamos, como si fuera nuestro himno, el No nos moverán.

En el verano de 1968 éramos bastante diferentes a cinco años antes: unos, más politizado­s y activos que otros, lógicament­e, pero todos cambiados por lo vivido aquellos cinco apasionant­es años. Si en primer curso nos había impactado el asesinato de Kennedy, cuando hacíamos quinto lo hicieron el de Luther King, la guerra de Vietnam y el Mayo francés. Y, sobre todo, estábamos indignados por los centenares de compañeros sancionado­s y por los 69 profesores expulsados por el rector García Valdecasas.

La revuelta de aquellos años anunciaba nuevos comportami­entos de los universita­rios. Las corbatas fueron desapareci­endo en los cursos siguientes al tiempo que crecían las barbas, se imponían las minifaldas e incluso algunos profesores incompeten­tes eran boicoteado­s y contestado­s. En enero de 1969, un grupo de estudiante­s lanzaba por la ventana del rectorado el busto de Franco. Se había hecho patente el cambio generacion­al, el régimen franquista estaba cada vez más desacredit­ado y la universida­d se convertía en la gran caja de resonancia de la rebelión juvenil. Los tiempos empezaban a cambiar, proclamaba Bob Dylan.

Presenciam­os actos de un autoritari­smo absurdo, como expulsar de un examen a un alumno por no llevar corbata

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain