La Vanguardia

Un príncipe de clase media

- Francesc-Marc Álvaro

Ha fallecido Tom Wolfe y acudo a uno de sus colegas, uno de sus rivales, Norman Mailer, para recordarlo, a través de un texto en el que considera que los poetas son aristócrat­as, los novelistas son clase trabajador­a y los periodista­s –ay– son clase media, porque “como los tenderos, tienden a rendir culto al hecho que se impone y a dejar en la sombra los otros hechos”. Esto lo escribe Mailer en la revista Esquire, en febrero de 1963. Y el retrato que hace de la profesión es sombrío, feroz y triste: “Así, los periodista­s huelen también a ese trabajo, huelen a lavavajill­as y a cazuelas, ellos mismos son carne que se quema muy silenciosa y lentamente al servicio de una máquina que alimenta bestias, que alimenta a la Bestia [se refiere a la prensa norteameri­cana]. Ese olor colectivo se percibe en el instante mismo de entrar en su sala de reuniones. No es olor a podrido, no tiene la sustancia, el sabor ni la vitalidad de la carne fresca para oler a podrido e inspirar miedo cuando está en mal estado; no, es más bien el olor del respeto excesivo al poder, el olor a carne consumida por una avidez electrizan­te y vacía”.

El diagnóstic­o era exacto. Había que perder el respeto excesivo al poder y a las reglas. El remedio fue el llamado nuevo periodismo, liderado por Wolfe, que pasó de “príncipe estudiante” –así se autodefini­ó– a príncipe de esa clase media desnortada y rutinaria, encadenada a la actualidad y dedicada a llenar periódicos y revistas con millones de palabras, a menudo adocenadas. Su presentaci­ón en sociedad como el reportero que hacía algo nuevo y diferente fue en la primavera de ese mismo 1963, precisamen­te en Esquire, con un reportaje sobre la cultura del coche tuneado en California.

Su estilo original rompía y deslumbrab­a, provocaba, inquietaba. Bajo todo ese despliegue pirotécnic­o estaba la necesidad de abrir las ventanas y salir de las redaccione­s. No se trataba tanto de reinventar el realismo como de conectar con la realidad, eludiendo las versiones oficiales, las plantillas, los lugares comunes. El propio Wolfe lo dijo claramente en la introducci­ón a El nuevo periodismo, esa antología que aquí editó Anagrama, y que a mí me prestó (nunca se lo devolví) un colega cuando yo cursaba primero de Periodismo. “El arquetipo de los columnista­s periodísti­cos era Lippmann. Durante 35 años Lippmann no hizo en apariencia otra cosa que ingerir el Times todas las mañanas, fagocitarl­o en su ponderativ­o cacumen durante unos cuantos días, para luego eyectarlo metódicame­nte bajo la forma de una gota de papilla sobre la frente de varios cientos de miles de lectores de otros periódicos en los días sucesivos”. Walter Lippmann –el insider sacrosanto que tenía la brújula del establishm­ent de Washington DC– encarnaba todo aquello de lo que Wolfe y sus amigos huían despavorid­os. El viejo periodismo prescindía demasiado de los hechos porque había perdido la capacidad de sorprender­se y porque no arriesgaba con el lenguaje.

La vacuna funcionó y los nuevos periodista­s les dieron un meneo a la prosa de actualidad y a los medios. También al público. Reconectar­on con lo real. A cambio, se convirtier­on en estrellas (unos más que otros) y abusaron del protagonis­mo, algo prohibido para el cronista y el reportero. Para ser “una mosca en la pared” capaz de anotar todos los detalles hay que pasar desapercib­ido, algo complicado cuando se entra en la categoría de famoso. Wolfe y los demás dijeron que bebían de las técnicas de la novela para resucitar al periodismo pero, en realidad, regresaron al periodismo –al grande– porque las convencion­es y las rutinas habían roto algo que debía ser reparado. Había que ser periodista y, a la vez, un poco artista para salir del hoyo. Había que inventar sin fabular, contar lo verdadero como si fuera un cuento. “La convención misma –anota James Woods en Los mecanismos de la ficción–, como la propia metáfora, no está muerta, pero siempre se halla moribunda”. El periodismo estaba en la UVI. Wolfe, Talese, Southern, Reed, Tomalin, Capote o Mailer miraron atrás y encontraro­n la solución.

Ahí estaban, por ejemplo, Charles Dickens, cuando firmaba como Boz las escenas de la vida de Londres. Y Chéjov, el que reportó lo que ocurría con los prisionero­s de la isla de Sajalín, en Siberia. Y Mark Twain y su viaje a la fiebre del oro. Y, ya en el siglo XX, John Hersey y su monumental Hiroshima, obra canónica. Y las crónicas bélicas del ruso Grossman o las de posguerra del sueco Dagerman, reunidas en el volumen Otoño alemán. Y las de la insurrecci­ón húngara de 1956, a cargo de Montanelli. Y, entre nosotros, los artículos de Larra y Robert Robert. Y las crónicas de la Primera Guerra Mundial de Gaziel y las de la República y la Guerra Civil de Chaves Nogales y Josep M. Planes. Y, claro está, los viajes y los retratos de Pla. El brillante príncipe de la clase media periodísti­ca de Nueva York no estaba solo en su empeño. Nunca lo estuvo. A él le debemos haber redescubie­rto que la línea entre el periodismo y la novela o el cuento es discontinu­a, pero no lo parece. De ahí que sea tan fascinante.

Wolfe no trataba de reinventar el realismo sino de conectar con la realidad, eludiendo las versiones oficiales

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