Un príncipe de clase media
Ha fallecido Tom Wolfe y acudo a uno de sus colegas, uno de sus rivales, Norman Mailer, para recordarlo, a través de un texto en el que considera que los poetas son aristócratas, los novelistas son clase trabajadora y los periodistas –ay– son clase media, porque “como los tenderos, tienden a rendir culto al hecho que se impone y a dejar en la sombra los otros hechos”. Esto lo escribe Mailer en la revista Esquire, en febrero de 1963. Y el retrato que hace de la profesión es sombrío, feroz y triste: “Así, los periodistas huelen también a ese trabajo, huelen a lavavajillas y a cazuelas, ellos mismos son carne que se quema muy silenciosa y lentamente al servicio de una máquina que alimenta bestias, que alimenta a la Bestia [se refiere a la prensa norteamericana]. Ese olor colectivo se percibe en el instante mismo de entrar en su sala de reuniones. No es olor a podrido, no tiene la sustancia, el sabor ni la vitalidad de la carne fresca para oler a podrido e inspirar miedo cuando está en mal estado; no, es más bien el olor del respeto excesivo al poder, el olor a carne consumida por una avidez electrizante y vacía”.
El diagnóstico era exacto. Había que perder el respeto excesivo al poder y a las reglas. El remedio fue el llamado nuevo periodismo, liderado por Wolfe, que pasó de “príncipe estudiante” –así se autodefinió– a príncipe de esa clase media desnortada y rutinaria, encadenada a la actualidad y dedicada a llenar periódicos y revistas con millones de palabras, a menudo adocenadas. Su presentación en sociedad como el reportero que hacía algo nuevo y diferente fue en la primavera de ese mismo 1963, precisamente en Esquire, con un reportaje sobre la cultura del coche tuneado en California.
Su estilo original rompía y deslumbraba, provocaba, inquietaba. Bajo todo ese despliegue pirotécnico estaba la necesidad de abrir las ventanas y salir de las redacciones. No se trataba tanto de reinventar el realismo como de conectar con la realidad, eludiendo las versiones oficiales, las plantillas, los lugares comunes. El propio Wolfe lo dijo claramente en la introducción a El nuevo periodismo, esa antología que aquí editó Anagrama, y que a mí me prestó (nunca se lo devolví) un colega cuando yo cursaba primero de Periodismo. “El arquetipo de los columnistas periodísticos era Lippmann. Durante 35 años Lippmann no hizo en apariencia otra cosa que ingerir el Times todas las mañanas, fagocitarlo en su ponderativo cacumen durante unos cuantos días, para luego eyectarlo metódicamente bajo la forma de una gota de papilla sobre la frente de varios cientos de miles de lectores de otros periódicos en los días sucesivos”. Walter Lippmann –el insider sacrosanto que tenía la brújula del establishment de Washington DC– encarnaba todo aquello de lo que Wolfe y sus amigos huían despavoridos. El viejo periodismo prescindía demasiado de los hechos porque había perdido la capacidad de sorprenderse y porque no arriesgaba con el lenguaje.
La vacuna funcionó y los nuevos periodistas les dieron un meneo a la prosa de actualidad y a los medios. También al público. Reconectaron con lo real. A cambio, se convirtieron en estrellas (unos más que otros) y abusaron del protagonismo, algo prohibido para el cronista y el reportero. Para ser “una mosca en la pared” capaz de anotar todos los detalles hay que pasar desapercibido, algo complicado cuando se entra en la categoría de famoso. Wolfe y los demás dijeron que bebían de las técnicas de la novela para resucitar al periodismo pero, en realidad, regresaron al periodismo –al grande– porque las convenciones y las rutinas habían roto algo que debía ser reparado. Había que ser periodista y, a la vez, un poco artista para salir del hoyo. Había que inventar sin fabular, contar lo verdadero como si fuera un cuento. “La convención misma –anota James Woods en Los mecanismos de la ficción–, como la propia metáfora, no está muerta, pero siempre se halla moribunda”. El periodismo estaba en la UVI. Wolfe, Talese, Southern, Reed, Tomalin, Capote o Mailer miraron atrás y encontraron la solución.
Ahí estaban, por ejemplo, Charles Dickens, cuando firmaba como Boz las escenas de la vida de Londres. Y Chéjov, el que reportó lo que ocurría con los prisioneros de la isla de Sajalín, en Siberia. Y Mark Twain y su viaje a la fiebre del oro. Y, ya en el siglo XX, John Hersey y su monumental Hiroshima, obra canónica. Y las crónicas bélicas del ruso Grossman o las de posguerra del sueco Dagerman, reunidas en el volumen Otoño alemán. Y las de la insurrección húngara de 1956, a cargo de Montanelli. Y, entre nosotros, los artículos de Larra y Robert Robert. Y las crónicas de la Primera Guerra Mundial de Gaziel y las de la República y la Guerra Civil de Chaves Nogales y Josep M. Planes. Y, claro está, los viajes y los retratos de Pla. El brillante príncipe de la clase media periodística de Nueva York no estaba solo en su empeño. Nunca lo estuvo. A él le debemos haber redescubierto que la línea entre el periodismo y la novela o el cuento es discontinua, pero no lo parece. De ahí que sea tan fascinante.
Wolfe no trataba de reinventar el realismo sino de conectar con la realidad, eludiendo las versiones oficiales