La Vanguardia

Un investigad­or meticuloso alejado de los focos

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En un mundo de políticos y altos funcionari­os ávidos de atención mediática y con frenéticas vidas en las redes sociales, Robert Mueller (1944) es una criatura extraña que rehúye todo tipo de atención pública. Criado en una familia acomodada de Nueva York, se graduó en Derecho por Princeton y sirvió con honores en el cuerpo de marines en Vietman. Ha trabajado casi toda su vida en el Departamen­to de Justicia en diferentes cargos hasta llegar a responsabl­e de la división criminal del fiscal general y vicefiscal general de EE.UU., tareas desde las que investigó por ejemplo el ataque terrorista a un vuelo de Pan Am en 1988 o el procesamie­nto de Manuel Noriega. De filiación republican­a, George Bush le nombró director del FBI en el 2001. Barack Obama lo mantuvo en el cargo incluso más tiempo de los diez años típicos del ciclo, antes de relevarlo por James Comey en el 2013, un perfil mucho más mediático como se ha visto después. Cuando Donald Trump echó a Comey, volvió a tantearlo para dirigir el FBI pero finalmente le encargó la investigac­ión especial sobre la trama rusa. Apenas se le ve en público. Cita a los abogados de Trump lejos de la Casa Blanca y se ha visto con los políticos justos. No tiene una tarea cualquiera: determinar si el republican­o aceptó ayuda de Rusia para llegar a la Casa Blanca y si, después, obstruyó el intento de la justicia de investigar­lo. Cada día un tuit le recuerda que Trump le observa y no le gusta lo que hace: investigar meticulosa­mente todas y cada una de las piezas del puzle.

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