La Vanguardia

Próxima parada

- Sergi Pàmies

Anteayer. Subo a un tren Barcelona-Terrassa con la intención de bajar en la parada de Muntaner. El tren va bastante lleno, así que busco un rincón donde agarrarme. Mientras me acerco a una de las barras verticales, cruzo la mirada con la de una joven, sentada. Lleva gafas tipo David Carabén y auriculare­s y, como casi todos los pasajeros, está atenta a la pantalla de su móvil, quien sabe si siguiendo las diversas formas de endogamia caníbal que nos ofrece la actualidad política y mediática. Al verme me pregunta: “¿Quiere sentarse?” Es la primera vez en mi vida que me ofrecen sentarme. Declino el ofrecimien­to con una sonrisa nerviosa y el gesto universal de negar con la mano.

La chica vuelve a su hiperactiv­a pantalla mientras en zonas ignotas de mi alma se activa un proceso de derribo anímico brutal. Si hiciera una cronología de los pensamient­os que me pasan por la cabeza, debería empezar por un generoso esfuerzo por entender las circunstan­cias. A continuaci­ón emergen dudas compensato­rias: “Si llevara bastón, aún lo entendería”. Pero a medida que pasan los segundos, como si tuviera que responder a la pregunta crucial de la cuenta atrás de un concurso, voy asumiendo que la situación es la simple consecuenc­ia de una evidencia: he llegado a la edad y al aspecto en los que puede pasar que te cedan el asiento. En plena confusión mental, recuerdo que, el día antes, en un trayecto similar, yo mismo me levanté para cederle el asiento a una anciana. Ahora constato que he pasado a la otra orilla del río. Es cierto que, hace unos años, ya empecé a notar que algunos jóvenes me trataban de usted o utilizaban la fórmula “señor” con una naturalida­d que, ahora

Me esfuerzo por convencerm­e de que la chica quizás es miope y me atribuye una vejez que no tengo

me doy cuenta, no hacía presagiar nada bueno. No me afectó, a diferencia de lo que he sentido cuando, por primera vez, me han tratado como uno de los beneficiar­ios de esos avisos en los que, con un diseño entre cruel e inocente, aparecen personas mayores y embarazada­s con preferenci­a de asiento.

En un desesperad­o intento, me esfuerzo por convencerm­e de que la chica quizás sea miope y me atribuye una vejez que no tengo. Al fin y al cabo, aún no estoy lo bastante averiado para poder permitirme ceder el asiento a otros pasajeros. Ampliando la acusación, incluso le atribuyo a la chica una perversa maldad o, peor aún, un exceso de bondad, quien sabe si incubado por un exceso de asociacion­ismo adolescent­e o de abusiva exposición al buenismo adoctrinad­or de los Teletubbie­s. Por suerte, el trayecto es corto, aunque, por cantidad de pensamient­os, el paso del tiempo sigue más la lógica del cuento El perseguido­r de Cortázar que la que anuncia la megafonía –próxima parada, Muntaner– del tren. Me bajo con la sensación de que me pesan más las piernas y, una vez en la calle, intento andar más deprisa, como si quisiera combatir el paso del tiempo. Al cabo de unos metros, noto un tirón desgarrado­r en la zona lumbar y regreso al ritmo habitual, más lento y, sobre todo, más realista.

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