Próxima parada
Anteayer. Subo a un tren Barcelona-Terrassa con la intención de bajar en la parada de Muntaner. El tren va bastante lleno, así que busco un rincón donde agarrarme. Mientras me acerco a una de las barras verticales, cruzo la mirada con la de una joven, sentada. Lleva gafas tipo David Carabén y auriculares y, como casi todos los pasajeros, está atenta a la pantalla de su móvil, quien sabe si siguiendo las diversas formas de endogamia caníbal que nos ofrece la actualidad política y mediática. Al verme me pregunta: “¿Quiere sentarse?” Es la primera vez en mi vida que me ofrecen sentarme. Declino el ofrecimiento con una sonrisa nerviosa y el gesto universal de negar con la mano.
La chica vuelve a su hiperactiva pantalla mientras en zonas ignotas de mi alma se activa un proceso de derribo anímico brutal. Si hiciera una cronología de los pensamientos que me pasan por la cabeza, debería empezar por un generoso esfuerzo por entender las circunstancias. A continuación emergen dudas compensatorias: “Si llevara bastón, aún lo entendería”. Pero a medida que pasan los segundos, como si tuviera que responder a la pregunta crucial de la cuenta atrás de un concurso, voy asumiendo que la situación es la simple consecuencia de una evidencia: he llegado a la edad y al aspecto en los que puede pasar que te cedan el asiento. En plena confusión mental, recuerdo que, el día antes, en un trayecto similar, yo mismo me levanté para cederle el asiento a una anciana. Ahora constato que he pasado a la otra orilla del río. Es cierto que, hace unos años, ya empecé a notar que algunos jóvenes me trataban de usted o utilizaban la fórmula “señor” con una naturalidad que, ahora
Me esfuerzo por convencerme de que la chica quizás es miope y me atribuye una vejez que no tengo
me doy cuenta, no hacía presagiar nada bueno. No me afectó, a diferencia de lo que he sentido cuando, por primera vez, me han tratado como uno de los beneficiarios de esos avisos en los que, con un diseño entre cruel e inocente, aparecen personas mayores y embarazadas con preferencia de asiento.
En un desesperado intento, me esfuerzo por convencerme de que la chica quizás sea miope y me atribuye una vejez que no tengo. Al fin y al cabo, aún no estoy lo bastante averiado para poder permitirme ceder el asiento a otros pasajeros. Ampliando la acusación, incluso le atribuyo a la chica una perversa maldad o, peor aún, un exceso de bondad, quien sabe si incubado por un exceso de asociacionismo adolescente o de abusiva exposición al buenismo adoctrinador de los Teletubbies. Por suerte, el trayecto es corto, aunque, por cantidad de pensamientos, el paso del tiempo sigue más la lógica del cuento El perseguidor de Cortázar que la que anuncia la megafonía –próxima parada, Muntaner– del tren. Me bajo con la sensación de que me pesan más las piernas y, una vez en la calle, intento andar más deprisa, como si quisiera combatir el paso del tiempo. Al cabo de unos metros, noto un tirón desgarrador en la zona lumbar y regreso al ritmo habitual, más lento y, sobre todo, más realista.