Libros, queso y panceta ahumada
Este lunes The Guardian explicaba que una bibliotecaria americana pide a los usuarios del servicio que, cuando tomen prestado un libro, para marcar la página que leen no utilicen productos comestibles. Se llama Anna Holmes y detalla que ya se ha encontrado tres libros devueltos con lonchas de queso dentro, de esas que llamamos tranchettes. Se entiende la situación. Estás en casa, desayunando o comiendo, y mientras desayunas o comes (o cenas, incluso), lees un libro. Sé que a muchas personas les sorprenderá este comportamiento, porque lo habitual hoy día, cuando desayunas, comes o cenas, es ir pasando el dedito por la pantalla del móvil o la tableta. Pero les juro que no me lo invento: ¡hay gente que mientras come lee libros! Bien, pues entonces pasa que de repente suena el teléfono fijo, que está en otra habitación, o llaman a la puerta. Entonces, apremiado, el lector busca algo para poner entre las hojas, para saber luego dónde ha dejado momentáneamente la lectura. Y lo que tiene a mano es la loncha de queso (Asturiana, El Caserío, Kraft...) con la que estaba a punto de prepararse un emparedado. Y pasa que, una vez atendida la llamada telefónica o la visita inesperada, ya no le apetece comerse el tranchette y, como lo ve sucio, lo utiliza cuando tiene que marcar en qué página está. Al final se olvida de él y, cuando devuelve el libro, la loncha de queso sigue dentro.
Holmes explica que, además de lonchas de queso, ha encontrado pieles de plátano y lonchas de tocino ahumado. Ha hecho un llamamiento en las redes sociales: “Por favor, dejad de usar queso como punto de libro. Os damos gratis auténticos puntos de libro. O utilizad un recibo o algo. Productos perecederos no, por favor”. Como respuesta, un lector le envía una foto del libro Inside every woman de Vickie Milazzo y la hoja circular de sierra que encontró dentro. En la biografía de Truman Capote que escribió Gerald Clarke, hay un momento espléndido en el que el novelista encuentra entre las páginas de un libro una papela de cocaína que había olvidado. “¡Justo lo que necesitaba!”, exclama alborozado.
No utilizo nunca puntos de libro auténticos, que regalan en muchos sitios, sean librerías o tiendas que los consideran una forma de promocionarse. Me parecen obvios. Uso tarjetas de metro o de visita, de alguien que me la ha dado, o esos cartones troquelados que los hoteles te dan con la llave magnética insertada. Una vez que busqué en la estantería un libro que hacía décadas que no leía encontré un billete de cien pesetas, de aquellos marrones con la cara de Manuel de Falla. De momento nunca he puesto lonchas de queso o de tocino ahumado. Ni de chorizo. Que yo sepa, las lonchas de chorizo las meten algunas personas en el sobre del voto el día que hay elecciones, con otra intención.
Tenemos suerte de que, aquí, la mayoría de la gente no va a las bibliotecas a que le presten un libro. Va a conectarse al wifi, a usar los espacios multimedia o a que le dejen un portátil. Todo eso que los bibliotecarios se ahorran en sorpresas a la hora de revisar los libros devueltos.
Para marcar la página del libro que está leyendo, la gente utiliza lo primero que tiene a mano