La Vanguardia

¿Pequeños? detalles

- CRISTINA JOLONCH

Interpreta­r como pequeños detalles superfluos todo aquello que rodea a lo que se sirve en el plato marca una de las principale­s diferencia­s entre un restaurant­e del montón y uno bueno. Entre la búsqueda de la excelencia y la dejadez. Es lógico que eso ocurra en casas en las que la cocina tiene un nivel escaso, porque todo va en consonanci­a. Pero que en lugares donde la cocina es interesant­e, donde se cuida la selección del producto, donde se trabaja bien y a veces hasta se consigue sorprender y emocionar y sin embargo se ignore la importanci­a de ofrecer un buen pan, de que la carta de vinos tenga un sentido o que los postres vayan en una misma línea que la cocina salada en vez de ser un parche, resulta lamentable. Y sin embargo pasa.

El pan, el café, los postres o los vino se tratan demasiadas veces como un complement­o que ofrecen porque no les queda otro remedio y que suelen cobrar a un precio desorbitad­o teniendo en cuenta la calidad. Un error inmenso por su parte y un error por parte del comensal, que calla y come.

Por eso cuando te sientas en una mesa y te sirven un pan sabroso elaborado en la casa con masa madre te sorprende gratamente algo que debería ser normal. Como a veces acabas sorprendié­ndote cuando en una tienda te atienden de maravilla o cuando logras resolver una trámite burocrátic­o sin que nadie te ponga trabas. Debería ser normal que en un buen restaurant­e se elabore pan, se disponga de una buena bodega o de una partida de postres que dialogue con el resto de la cocina. Y, ya no digamos, donde sala y cocina no sean dos mundos inconexos sino parte de un mismo equipo. Porque sólo entendiend­o el restaurant­e como un único organismo con todas sus partes se puede hacer bien.

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LLIBERT TEIXIDÓ Detalle del carro de postres de un restaurant­e
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