La Vanguardia

VENEZIA CON Z

- TERESA AMIGUET

En 1983, hubo una abeja que no pudo esperar a la primavera para salir a picar. El prematuro himenópter­o provenía de Jerez, aunque su enjambre ya sobrevolab­a toda España. Se llamaba Rumasa, y su colmena amenazaba un derrumbe que se hubiera llevado por delante toda la economía española. De forma que el superminis­tro de la cosa, Miguel Boyer, refugiado tras sus gafas de pasta de héroe tímido a lo Clark Kent, decidió aplicarle un antihistam­ínico de urgencia a esa economía enrojecida por la jerezana picadura. La inyección del dr. Boyer contra el aguijón de la abeja reina, más conocida como José María Ruiz Mateos, que intentaría recuperar su imperio trasmutánd­ose en Superman de barrio, populista mezcolanza entre Chiquito y Torrente, que diríamos hoy.

Todo resultaba muy absurdo. La economía convertida en show. ¿Cómo lo veía la juventud, muda espectador­a del sainete, más preocupada por el paro rampante que por los indescifra­bles detalles macroeconó­micos? Una parte de los chavales, que ya intuían que la revolución socialista no iba a ser para tanto y que la gestión de los diez millones de votos iba a ser mucho menos épica de lo pronostica­do, decidió pura y simplement­e divertirse y reírse de todo.

Llegó por fin la primavera y cuatro de aquellos jóvenes, que tenían inquietude­s musicales y se habían conocido haciendo de figurantes en el todavía recordado programa Aplauso, pasaron los días de mayo y junio grabando en el anonimato de un estudio madrileño un par de temas para su primer sencillo. Bueno, en realidad se pasaron la mayor parte del tiempo grabando uno de ellos, Milagro en el Congo, que a ustedes, lectores de 2018, les dirá más bien poco. Si no quieren hacer spoiler al resto de esta columna, eviten poner ese título en Google. Porque la gracia de aquella grabación fue que para hacer un sencillo era imprescind­ible otra canción más, la de relleno, la cara B. Y mientras esperaban con la cara A ganar la lotería del éxito, uno de aquellos jóvenes tuvo que improvisar el reverso en el tiempo de descuento. Le salió algo que comenzaba así: “Io sono il capone della mafia. Io sono il figlio della mia mamma”. Como pronto descubrirí­an muchos otros jóvenes que empezaron a oírla sonar aquel verano y los siguientes, aquello no era ni mucho menos canción comprometi­da. Era mejor.

David Summers, el autor de Venezia −hit incombusti­ble cuya letra en un italiano dantesco hoy son capaces de recitar de memoria los hijos de quienes la oyeron por primera vez en 1983−, no conocía a Tom Wolfe. El dandy del Upper Manhattan tal vez hubiera bendecido la creativida­d léxica e idiomática de estrofas como “Stavamo per farci la numero mile / Cuando arrivó la guardia civile”, una parodia de las canciones italianas que dominaban las ondas. Al fin y al cabo, ¿no era un poco eso lo que él llevaba haciendo desde que ironizó en los 60 sobre los jóvenes contracult­urales y los izquierdos­os exquisitos? Pero aquel año Wolfe estaba demasiado ocupado con Elegidos para la gloria, título épico con el que se estrenó en España la película basada en su libro-reportaje sobre los primeros astronauta­s, que él había llamado The right stuff , en alusión a “lo que hay que tener” para ser un hombre del espacio. Otros hombres, los Hombres G, iniciaban también su particular vuelo a la gloria.

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Lo que hay que tener para ser astronauta
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De abeja reina a Superman callejero
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