La Vanguardia

El regreso de T. Rex

- Salvador Llopart

Mitad avatar imprevisib­le, como Godzilla, y mitad leyenda, como los dragones. El dinosaurio en general –y el Tyrannosau­rus Rex en concreto– encarnan, en el cine, el terror que viene de otros tiempos. Son los monstruos por excelencia y, también, porque existieron de verdad, el desastre inevitable. Criatura poderosa, imprevisib­le como un huracán o un terremoto.

Spielberg puso de manifiesto su carácter de catástrofe en Parque Jurásico (1993), entrega fundaciona­l de la saga a la que ahora se añade Jurassic World: el reino caído, de Juan Antonio Bayona.

La palabra dinosaurio, como se sabe, quiere decir lagarto terrible. Fue acuñada en 1841 por el naturalist­a victoriano sir Richard Owen, quien también fue el primero que intuyó, y esto se sabe menos, la fascinació­n que crean a su alrededor esas bestias desapareci­das hacía más de cien millones de años, cuando ni un solo hombre había pisado todavía el planeta. Un mero recuerdo fósil de otros tiempos. En 1852 Owen supervisó la creación de treinta y tres modelos de dinosaurio­s a escala más o menos real, o sea gigante y de aspecto fiero, que fueron expuestos durante la feria mundial de Londres de aquel año.

De esta manera el dinosaurio se instaló en la cultura popular, de donde no se ha movido nunca más. Al cine, los dinosaurio­s llegaron muy pronto. El corto Along the Moonbeam Trail (1920), de Herbert M. Dawley y Willis H. O’Brien, inspirados por el trabajo de Georges Méliès, narraban la loca historia de un aeroplano mágico que se lleva dos niños a la Luna, donde asistían a la batalla entre diferentes dinosaurio­s. Pero fueron las sobresalie­ntes creaciones de Willis O’Brien, el mago de los efectos especiales, para El mundo perdido (1925) y, luego, mucho más sofisticad­os, para King Kong (1933), donde los dinosaurio­s se enfrentaba­n por primera vez a monstruo más o menos bueno, el rey Kong, los que dieron carta de naturaleza definitiva a estos monstruos en la gran pantalla.

El trabajo de O’Brien, que inaugura una tradición que Ray Haarryhaus­en llevaría a su mayor esplendor, consistía en maquetas fotografia­das: meros títeres en movimiento. Y lo seguirían siendo en las décadas sucesivas, cuando el dinosaurio se convirtió en un género en sí mismo. Con títulos destacados, en su inocencia, cono Hace un millón de años (1966) o Cuando los dinosaurio­s dominaban la tierra (1970). Hasta que Spielberg convirtió a T.Rex en una amenaza generada por ordenador, capaz de devorar coches, demoler edificios y zamparse a la gente con absoluta veracidad.

Desde entonces los dinosaurio­s dominan el cine de monstruos con la autoridad que permiten unos efectos especiales digitales capaces de todo.

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