La Vanguardia

Irse con un ‘post-it’ en el ordenador

- Màrius Carol DIRECTOR

UN día, poco antes de cumplir los 80 años, Philip Roth, uno de los grandes –y más prolíficos– de la narrativa norteameri­cana, pegó un post-it amarillo en su ordenador con la frase “Se acabó la lucha con la escritura”. A continuaci­ón, cerró definitiva­mente la puerta de su estudio y salió a respirar a la calle, en el Upper West Side, mientras pensaba en la sentencia que le dijo el boxeador Joe Louis al final de su vida: “Lo hice lo mejor que pude con lo que tenía”. Roth siempre fue un caballero y supo retirarse silenciosa­mente, en plenitud de facultades, por más que, cuando tomó su decisión, le comentó a un escritor amigo que pensaba que ya no tendría una idea mejor para trabajar en ella. Y que, si llegaba, le resultaría demasiado duro. Eso sucedió en el 2012, pero en realidad su retirada la había comenzado a madurar dos años antes, después de publicar Némesis, una novela sobre una epidemia de polio en su ciudad natal, Newark, durante 1944. Si difícil es poner el punto final a un libro, mucho más difícil resulta colocarlo a toda una vida dedicada a la literatura, con treinta y una obras publicadas. Y más, siendo eterno aspirante al premio Nobel de Literatura.

La vida de Roth es casi tan intensa como sus novelas, donde emerge un personaje clave, que le arruinó los mejores años, si bien le inspiró sus mejores obras: Cuando ella era buena y El mal de Portnoy. Se trata de Margaret Martinson, una inestable muchacha –bebedora, irritable y mentirosa– que parecía uno de esos personajes del cine negro que interpreta­ron Joan Crawford o Hedy Lamarr en los años cuarenta. Desde sacarle dinero para el aborto de un falso embarazo hasta venderse su máquina de escribir arguyendo un robo, le hizo un sinfín de perrerías.

Con él desaparece el último de una generación única que incluyó a Bellow, Updike y Mailer. Y lo hizo sin hacer ruido. De hecho, ya se había ido antes.

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