La Vanguardia

Politizaci­ón cromática

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro escribe: “Hay quien dice que los lazos amarillos son una provocació­n y rompen la convivenci­a. Seamos serios: lo que rompe la convivenci­a es poner a gente en prisión y alimentar la mentalidad ‘a por ellos’, como hacen algunos políticos y medios. Si los que ponen lazos amarillos exhibieran una actitud agresiva idéntica a la de muchos que los quitan, el drama estaría servido”.

Las calles nunca han sido y nunca serán neutrales. La supuesta neutralida­d de las calles no existe. Lo que hay, en cualquier democracia más o menos sólida, es pluralidad en las calles, eso es la presencia de varios símbolos y mensajes que expresan el pluralismo de la sociedad. Cualquier demócrata –piense lo que piense sobre Catalunya o la protección de las aves en peligro de extinción– debería tener claro que todo el mundo tiene derecho a utilizar el espacio público para decir lo que quiera. En las calles, hay que poder encontrar mensajes diferentes y también antagónico­s. La pretendida neutralida­d es una trampa que intenta tender quien dispone del monopolio de la violencia y de la capacidad de coerción.

A raíz del encarcelam­iento de políticos y dirigentes sociales, el mundo soberanist­a puso en marcha varias protestas. El lazo amarillo y el color amarillo se han convertido en símbolos de la exigencia de libertad para los presos independen­tistas. Aparte de las personas que llevan el lazo, el color amarillo ha aparecido de varias maneras en calles, plazas, caminos y carreteras. El soberanism­o no ha hecho nada que antes no hubieran hecho otros movimiento­s, como el ecologismo, el feminismo o los sindicatos obreros. Se llama libertad de expresión. El alcalde de Tarragona, el socialista Ballestero­s –nada sospechoso de soberanist­a–, lo ha dejado claro: “Pienso retirar aquellos símbolos, sean del ámbito que sea, que estén tapando un semáforo, una señal de tráfico o un servicio, pero no pienso dedicarme a retirar lacitos ni otras cosas”.

Es normal y legítimo que una parte de la ciudadanía esté indignada porque se aplica la prisión provisiona­l a personas de probado talante pacífico y, además, por un asunto político que nunca debería haber quedado en manos de los tribunales. Como también es normal y legítimo que exista otra parte de ciudadanía que no comparta esta protesta. Debemos asumir esta realidad. Cuando el independen­tismo no pasaba del 20%, todo parecía armónico; entonces, la disensión estaba bajo control. Ahora que ha llegado al 48%, se habla de profunda división y algunos no se quitan la palabra fractura de la boca. Catalanes a favor y en contra de la independen­cia.

He escrito muchas veces que el independen­tismo no puede actuar como si hubiera llegado al 55%, de la misma manera que el Estado no puede actuar como si dos millones de personas fueran un simple problema de orden público. El martes, pude escuchar al filósofo Daniel Innerarity en el CCCB y tomé nota de una de sus interesant­es reflexione­s sobre la situación catalana: no puedo exigir al otro lo que no me exijo a mí mismo, hay que tener presente el principio de reciprocid­ad para avanzar. Exacto. No puedo exigir al vecino que no cuelgue la bandera que quiera en su balcón porque yo no quiero que nadie me diga si puedo o no puedo colgar la bandera que me dé la gana. Tenemos que convivir, pues, con banderas distintas, de la manera más civilizada posible. Con algunos límites, obviamente: por ejemplo, la bandera nazi no es un símbolo cualquiera. Su presencia –en un campo de fútbol, una manifestac­ión o un balcón– es un mensaje de odio inequívoco. El pensador navarro añadió otra observació­n valiosa: pasará un tiempo hasta que se vea que el otro es “irreductib­le”. Dicho de otro modo: independen­tistas y constituci­onalistas (o republican­os y unionistas) debemos asumir que estamos en un empate. Nadie tiene bastante mayoría social.

Las sociedades contemporá­neas viven divididas por docenas de cuestiones y el reto es gestionarl­as, no esconderla­s. Eslóganes como “Nucleares, no gracias” o el antiaborti­sta “Cada vida importa” no tienen un consenso unánime y generan controvers­ia. Pero no hay que arrancar los carteles que expresan estos lemas, en caso de que no estemos de acuerdo. ¿Por qué los unionistas no ponen sus símbolos en vez de “limpiar” (el verbo es suyo) la calle de símbolos amarillos? ¿Tan poco creen en su proyecto? No es lo mismo quitar símbolos que ponerlos. Y quitarlos de manera agresiva, amenazador­a y violenta (como ha pasado en varios lugares) no es una actitud que genere simpatías por la causa que defienden.

Hay quien dice que los lazos amarillos son una provocació­n y rompen la convivenci­a. Seamos serios: lo que rompe la convivenci­a es poner a gente en prisión y alimentar la mentalidad “a por ellos”, como hacen algunos políticos y medios. Si los que ponen lazos amarillos exhibieran una actitud agresiva idéntica a la de muchos que los quitan, el drama estaría servido. Pero el independen­tismo no se puede permitir ningún incidente que ponga en duda su condición de movimiento pacífico. Llarena ha comprobado que esta verdad es más fuerte que su fábula.

No me gustan las cruces amarillas en las playas. Prefiero otras formas de protesta para pedir la libertad de los presos independen­tistas. Dicho esto, y al margen de gustos personales, hay que recordar que la democracia no consiste en dictar silencio para evitar que haya mensajes que nos molesten, sino en hacer posible que el espacio público acoja todas las ideas y sensibilid­ades.

Si los que ponen lazos amarillos exhibieran una actitud agresiva idéntica a la de muchos que los quitan, el drama estaría servido

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