El macho sensible
Otra torre que cae… En poco más de una década se han ido Saul Bellow, Norman Mailer, James Salter, Peter Matthiessen, John Updike, Tom Wolfe… Parece una broma del destino que la urgente reclamación del espacio de la mujer en todos los ámbitos de la sociedad, y por ende el cultural, coincida con la práctica desaparición de la plana mayor de la vieja guardia de escritores estadounidenses que durante la segunda mitad del siglo XX acopiaron todos los sinónimos de la excelencia literaria, no sin méritos, por descontado, pero sí ofreciendo lógicamente la visión del macho (alfa). Lo expresaba a la perfección la serie Girls cuando en el tercer capítulo de la cuarta temporada (La escritora), el personaje de Hannah Horvath recurría precisamente a Philip Roth para hacer notar a sus compañeros de posgrado de escritura creativa que todos los autores que se han citado al tratar el asunto de las felaciones son masculinos.
Y aunque fue precisamente el placer de ellos lo que puso en órbita a Philip Roth con los devaneos onanistas del protagonista de su cuarta novela, El mal de Portnoy –cuánto ha bebido la comedia cinematográfica que va de Woody Allen a los hermanos Farrelly de las desopilantes neurosis de Alexander Portnoy–; y aunque el deseo masculino como perdición hasta el último suspiro ha sido un elemento recurrente en su obra –el sesentón David Kepesh excitándose con la sangre menstrual de su joven amante en El animal moribundo–, si al hijo pródigo de Newark se le llora hoy como a un coloso de las letras es por haber profundizado no tanto en las miserias corporales del hombre sino en su infinita complejidad psicológica, imbricando su fragilidad, sus dudas, su desnortamiento y su soledad con asuntos comunitarios (el judaísmo), históricos (la Segunda Guerra Mundial y la posguerra) y existenciales (la muerte, tan presente en sus últimos libros y en el caso de esa impresionante oda al padre que es Patrimonio).
A Roth también se le agradecen sus opiniones contundentes –despreciaba toda formación literaria que no naciera de vivir intensamente– y que se atreviera a reconocer que dejaba de escribir porque su mejor momento había pasado. Yo, sin embargo, me quedo con la persona que en 2009 me dio una palmadita en la espalda cuando llegué media hora tarde, y con los nervios destrozados, a su apartamento del Upper West Side para entrevistarle, y me soltó un “No problem” y habló más de dos horas de lo humano y lo divino. El tamaño de la intimidación que proyectaba su figura era inversamente proporcional a la calidez de su persona. ¿Puede decirse algo mejor de un creador?