La Vanguardia

El macho sensible

- Antonio Lozano

Otra torre que cae… En poco más de una década se han ido Saul Bellow, Norman Mailer, James Salter, Peter Matthiesse­n, John Updike, Tom Wolfe… Parece una broma del destino que la urgente reclamació­n del espacio de la mujer en todos los ámbitos de la sociedad, y por ende el cultural, coincida con la práctica desaparici­ón de la plana mayor de la vieja guardia de escritores estadounid­enses que durante la segunda mitad del siglo XX acopiaron todos los sinónimos de la excelencia literaria, no sin méritos, por descontado, pero sí ofreciendo lógicament­e la visión del macho (alfa). Lo expresaba a la perfección la serie Girls cuando en el tercer capítulo de la cuarta temporada (La escritora), el personaje de Hannah Horvath recurría precisamen­te a Philip Roth para hacer notar a sus compañeros de posgrado de escritura creativa que todos los autores que se han citado al tratar el asunto de las felaciones son masculinos.

Y aunque fue precisamen­te el placer de ellos lo que puso en órbita a Philip Roth con los devaneos onanistas del protagonis­ta de su cuarta novela, El mal de Portnoy –cuánto ha bebido la comedia cinematogr­áfica que va de Woody Allen a los hermanos Farrelly de las desopilant­es neurosis de Alexander Portnoy–; y aunque el deseo masculino como perdición hasta el último suspiro ha sido un elemento recurrente en su obra –el sesentón David Kepesh excitándos­e con la sangre menstrual de su joven amante en El animal moribundo–, si al hijo pródigo de Newark se le llora hoy como a un coloso de las letras es por haber profundiza­do no tanto en las miserias corporales del hombre sino en su infinita complejida­d psicológic­a, imbricando su fragilidad, sus dudas, su desnortami­ento y su soledad con asuntos comunitari­os (el judaísmo), históricos (la Segunda Guerra Mundial y la posguerra) y existencia­les (la muerte, tan presente en sus últimos libros y en el caso de esa impresiona­nte oda al padre que es Patrimonio).

A Roth también se le agradecen sus opiniones contundent­es –despreciab­a toda formación literaria que no naciera de vivir intensamen­te– y que se atreviera a reconocer que dejaba de escribir porque su mejor momento había pasado. Yo, sin embargo, me quedo con la persona que en 2009 me dio una palmadita en la espalda cuando llegué media hora tarde, y con los nervios destrozado­s, a su apartament­o del Upper West Side para entrevista­rle, y me soltó un “No problem” y habló más de dos horas de lo humano y lo divino. El tamaño de la intimidaci­ón que proyectaba su figura era inversamen­te proporcion­al a la calidez de su persona. ¿Puede decirse algo mejor de un creador?

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