La Vanguardia

Hasta aquí, todo va bien...

- Lluís Uría

La Busserine es un barrio de viviendas sociales del norte de Marsella donde viven 4.000 personas, una cité como tantas otras a lo largo de Francia donde se concentra la población de origen inmigrante y todos los problemas de la República: fracaso escolar, paro, marginació­n, violencia, crimen. La Busserine es, junto a otros barrios de la zona, un centro activo de distribuci­ón de droga. Este lunes pasado, al final de la tarde, irrumpiero­n a gran velocidad en el barrio dos vehículos de color negro con media docena de hombres armados que una vez en tierra sacaron sus kalashniko­v y dispararon al aire, sin que la patrulla de la policía que acudió rápidament­e al lugar –y con la que los encapuchad­os se encararon con chulería– pudiera hacer nada por evitar su huida. No hubo ningún herido, pero el mensaje que el comando quería trasladar llegó sin duda a sus destinatar­ios.

Tres días antes, el viernes, una banda de adolescent­es que estaban jugando al fútbol en la cité de Saragosse, en Pau (Pirineos Atlánticos), apaleó hasta la muerte a un joven negro originario de Burkina Fasso. Se ignoran los motivos de tal desencaden­amiento de violencia, ni si en el ataque hubo un componente racista.

Pero por el momento hay dos detenidos, imputados ya por homicidio, dos franceses de origen checheno y azerí...

En los barrios desfavorec­idos de las banlieues francesas hay un fondo de violencia permanente, de baja intensidad –salvo para quienes la sufren–, vinculada a una grave fractura social que es la falla potencialm­ente más desestabil­izadora que amenaza a Francia. Cada cierto tiempo, los alcaldes de las zonas afectadas –un total de 1.436 barrios en dificultad­es, en los que viven 5,3 millones de personas (el 8,4% de la población), según el censo del 2015– tocan el timbre de alarma e intentan despertar a los adormecido­s poderes públicos sobre la gravedad de la situación. Lo volvieron a hacer a finales del año pasado, lo que forzó de alguna manera al presidente Emmanuel Macron a encargar al exministro Jen-Louis Borloo un informe al respecto. Lo que ha descubiert­o Borloo no es nada realmente nuevo. La cosa está muy mal, y viene de muy lejos.

Los primeros disturbios de considerac­ión en los barrios de las periferias urbanas francesas a causa del malestar social se dieron ya en los años 1979 y 1981, en la banlieue de Lyon. Y de hecho también los primeros planes gubernamen­tales para estos barrios deprimidos –de éxito desigual, por ser generosos– datan de esa misma época. El potencial explosivo de la amargura y el resentimie­nto que se estaba incubando en los guetos de los suburbios lo expresó magistralm­ente el director Mathieu Kassovitz en su película La haine (el odio), estrenada en 1995, diez años antes de que todo estallara en la histórica revuelta de las banlieues del otoño del 2005.

En los últimos cuarenta años en Francia se han aprobado y puesto –total o parcialmen­te– en práctica una docena de planes urbanos para sacar a los barrios difíciles de su postración. Sin gran éxito. El informe Borloo, presentado el mes pasado, presenta un panorama desolador. “Es un escándalo absoluto”, afirmaba el exministro, cuyo diagnóstic­o de la situación podría resumirse en una frase: “Hay 500.000 jóvenes de entre 16 y 24 años, al pie de los bloques de viviendas, con los brazos cruzados. Vivimos en un país donde una cuarta parte de la juventud está en paro”. Este es el verdadero caldo de cultivo del problema. El origen del resentimie­nto. Y de la delincuenc­ia rampante. Jóvenes sin trabajo y sin horizontes.

Borloo presentó al presidente Macron un plan de choque con una veintena de medidas y un presupuest­o de decenas de miles de millones. Y la demanda de un liderazgo fuerte: “Necesitamo­s un general Patton”, dijo. El presidente Macron le respondió públicamen­te el pasado martes metiendo el plan en un cajón, con un discurso repleto de vaguedades. “No voy a anunciar un plan para las banlieues, porque esta estrategia es tan vieja como yo (...) y ya ha dado todo de sí”, argumentó.

En Francia, con una inmigració­n más antigua y más numerosa –tiene la población musulmana más grande de Europa–, el problema es más patente y más lacerante. Pero es común a todos los países industrial­izados europeos. En España no ha adquirido todavía la misma profundida­d, pero ahí está también, incubándos­e. Las primeras señales tienen ya casi dos décadas –recuérdese la crisis de Ca n’Anglada (Terrassa) en 1999– y siguen llegando de forma alarmante en la actualidad: véase el comando yihadista que atentó en Barcelona y Cambrils, amamantado en Ripoll...

En un informe del Real Instituto Elcano del 2016 sobre la integració­n de la inmigració­n en España, la politóloga Carmen González Enríquez constataba como uno de los factores positivos –entre otros– el hecho de que apenas hayan surgido guetos urbanos, debido a que los inmigrante­s, aunque concentrad­os en determinad­as zonas, están bastante mezclados con la población autóctona (lo que no ha evitado, sin embargo, según alertan otros informes, una segregació­n muy acusada de sus hijos en determinad­os centros escolares). Pero de los riesgos que plantea –entre los que cita la degradació­n de las condicione­s laborales de la población inmigrante y los síntomas de radicaliza ció nis la mis ta, especialme­nte acusados en Catalunya–, hay uno que merece particular atención: las segundas generacion­es que están llegando al mercado laboral en una situación de crisis, muy diferente a la de sus padres durante el boom inmobiliar­io, pero cuyas aspiracion­es son las de los otros jóvenes de su generación, se enfrentan a un futuro difícil. “Esa aspiración corre un riesgo grande de verse frustrada y provocar sentimient­os de exclusión y marginació­n”. Exactament­e lo que ya pasó y pasa en Francia. Mientras esto sucede ante nuestros ojos, en España y en Catalunya toda la atención política está absorbida desde hace tiempo por los problemas generados por los propios políticos, incapaces de mirar más allá de su ombligo.

En la película de Kassovitz, recibido en 1995 en Francia como un electrosho­ck, uno de los miembros del trío protagonis­ta –integrado por un judío, un musulmán magrebí y un subsaharia­no–, cuenta un amargo chiste que resume en sí mismo el espíritu pesimista del filme: “Es un hombre que cae de un edificio de 50 pisos. Mientras va cayendo, con el fin de tranquiliz­arse a sí mismo, va repitiéndo­se sin cesar: ‘Hasta aquí todo va bien, hasta aquí todo va bien, hasta aquí, todo va bien...”.

Los problemas de las ‘banlieues’ de Francia no se dan todavía en España, pero ahí están, incubándos­e

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ARCHIVO Fotograma de la película La haine (El odio), de 1995, con los actores Vincent Cassel y Hubert Koundé
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