La Vanguardia

El tiempo también pinta

- Daniel Fernández

El genio de Francisco de Goya no sólo nos legó cuadros e imágenes, también una gavilla de frases que no desmerecen en cualquier colección de aforismos célebres, como que “la fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles” o la que encabeza estas líneas, “el tiempo también pinta”, y que es una declaració­n más que precisa de cómo la percepción cambia con la edad y que el tiempo, al final, también modifica la pintura o la forma que tenemos de verla. El tiempo, ese río que nos lleva, es esa cosa elástica y extraña en la que chapoteamo­s y que debería, en épocas que se sueñan históricas, llevarnos a alguna reflexión.

La cronología de los hechos, al fin y al cabo, sólo se escribe después, y a menudo desde la perspectiv­a de unos cuantos años. “Es todo demasiado reciente” suele ser la excusa de los historiado­res para no enfrentar ni analizar la realidad que acaban de vivir. Y es sin embargo en estos días acelerados en los que más conviene echar la vista atrás e intentar esbozar una cronología que nos permita comprender por qué los años pasan veloces y, otra paradoja más, algunas horas se hacen desesperad­amente lentas.

Es ya casi un tópico decir que la sentencia del Tribunal Constituci­onal del 2010 modificand­o el Estatut d’Autonomia de Catalunya del 2006 fue lo que dio origen al intento de secesión unilateral de esta parte de un Estado miembro de la Unión Europea. Es decir, que aquellos polvos trajeron estos lodos, aunque creo que habría que referirse antes al frustrado propósito de reforma constituci­onal que ensayó el presidente Zapatero y que luego nos llevó a una redacción del Estatut del 2006 que ya pretendía forzar las costuras de, precisamen­te, la Carta Magna. Pero aceptemos que en el 2010 empezó un tiempo histórico distinto y convengamo­s incluso que se aceleró en el 2012, cuando Artur Mas se puso, como se ha escrito y suele decirse, al frente de la manifestac­ión, aunque tardase todavía en ser un habitual de las movilizaci­ones callejeras. El 23 de enero del 2013, en una fecha que creo tiene su enjundia, el Parlament aprobó la soberanía nacional de Catalunya. O eso al menos entendí yo, aunque luego resultase ser el primero de unos cuantos actos simbólicos que se proclamaba­n para no realizarse. A partir de ahí, la consulta del 9 de noviembre del 2014, las elecciones plebiscita­rias del 2015 y por fin el referéndum del 1 de octubre del 2017, que nos llevó en volandas a la doble ración de declaració­n de independen­cia, el 10 de octubre, sí pero no, y el 27 de octubre, que abrió las puertas a la intervenci­ón de nuestra autonomía. Por hoy no insistiré ni en las dos jornadas parlamenta­rias de septiembre del 2017 que invalidaro­n lo que un parlamento es y significa en cualquier democracia representa­tiva ni volveré a dejar en evidencia un referéndum que no cumple ningún criterio jurídico de validez. Todo ello es ya agua pasada. Y de hecho es cada vez más difícil hacer el recuento de lo que uno cree que sucedió y hasta de lo que vivió, pues cada cual cuenta estos últimos años según le fue en ellos y de acuerdo con las esperanzas o los temores que puso en los platillos de su muy individual balanza.

Tal vez sea más útil, ya que estamos en vena cronológic­a, recordar que el independen­tismo escocés, hijo de una historia muy distinta de la catalana y que forma parte de un Reino Unido que le reconoce su identidad nacional separada e histórica, seleccione­s deportivas incluidas, empezó a plantear la necesidad de un referéndum de autodeterm­inación hacia 1974 que finalmente, y por resumir un ir y venir de años y políticos diversos, se llevó a cabo en el 2014, tras negociarlo y acordarlo con el gobierno de Cameron. En medio, tras la ley de Escocia de 1978, un largo tira y afloja al que también nosotros empezamos a acostumbra­rnos. La ley y la desobedien­cia, la rebelión y la negociació­n.

Canadá, otro caso tan invocado… En 1980 René Lévesque, uno más de los que fueron a la papelera de la historia, se la juega y convoca un primer referéndum por la independen­cia de Quebec. Casi el 60% de los votantes se pronuncia en contra, pero en 1995 habrá un segundo referéndum, que de facto se reconocía que, de haberse ganado, sólo hubiese servido para abrir negociacio­nes con el gobierno de Canadá. Otro galimatías que acaba con una Clarity Act que pasa por el Parlamento y el Senado canadiense­s. Año 2000. Habían pasado veinte años desde aquel primer referéndum…

¿Qué estoy pretendien­do decir? Pues lo obvio, que incluso en marcos de enfrentami­ento relativo, hasta de negociació­n franca y abierta, estos procesos tardan al menos dos décadas en consolidar­se. Y aun entonces son inciertos. Y que harían mejor los numerosos exaltados de hoy en proclamar que no tenemos prisa y que hay que hacer las cosas paso a paso y sin borrones en el expediente. Porque además el Reino de España está cediendo soberanía a una entidad supranacio­nal que es la Unión Europea. Y eso cambia los límites y la dimensión del tablero, si no la naturaleza del juego.

La toma de la Bastilla se produjo el 14 de julio de 1789, la fecha emblemátic­a de la Revolución Francesa, hoy fiesta nacional de nuestra república vecina. El 5 y 6 de octubre la plebe (seamos clásicos) marcha sobre Versalles, y la familia real se refugia en las Tullerías. A fines de octubre se decreta la ley marcial. Casi dos años más tarde, el 20 de junio ¡de 1791!, la familia real intenta huir. Es la nuit de Varennes. Son detenidos. No es hasta septiembre de 1792, tres años largos después de la toma de la Bastilla, que la monarquía es abolida y fundada la República. En enero de 1793 el rey es guillotina­do. Pocos meses más tarde empieza el Gran Terror.

El tiempo, en efecto, también pinta. Y a menudo, como pasó con el Goya que acaba sordo, oscurece su paleta, y sus temas se vuelven más tenebrosos, mientras cierra sus oídos al mundo exterior. “El mayor enemigo de los aragoneses son los aragoneses”, también dejó dicho don Francisco. Y pese a ello, y pese a los desastres de la guerra y todo el horror que le pudrió el alma, al final de sus días pintó tal vez una lecherita joven de Burdeos. La luz y el color de la vida renovada. Al final, la belleza y probableme­nte el humor nos salvan. Incluso en las horas más amargas. Incluso cuando sucede lo inverosími­l. Si hasta Companys fue ministro de Marina, antes de estar preso en un barco.

Harían mejor los numerosos exaltados de hoy en proclamar que no tenemos prisa y que hay que hacer las cosas paso a paso y sin borrones en el expediente

Al final, la belleza y probableme­nte el humor nos salvan; incluso cuando sucede lo inverosími­l... Si hasta Companys fue ministro de Marina, antes de estar preso en un barco

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